Sobre la

supremacia

del Papa

 

Contenido:

La Igualdad de los Obispos. ¿Tiene Cristo un Vicario en la Iglesia? Sobre la Sucesión y la Infalibilidad del Papa. Explicación del Evangelio sobre la confesión de Pedro.

 

 

 

La Igualdad de los Obispos.

La Dogmática de la Iglesia Ortodoxa Católica,

de P. N. Trembelas, Tomo II, páginas 423-427

Si consideramos las relaciones de los obispos entre si, son todos iguales y se distinguen solamente por títulos de honor y de precedencia; los metropolitanos y los arzobispos son los primeros entre iguales. Solo el obispo de Roma ha pretendido "poseer un poder supremo y universal de jurisdicción sobre toda la Iglesia, no solamente en cuestiones de fe y moral, sino también en la disciplina y en el gobierno de la Iglesia" (Ott, Louis, Grundíss der Dogmatik, 1954, p. 402). Conforme a esta definición, que tiene el valor de dogma en la Iglesia católica-romana, cada obispo recibe su autoridad de pastor directamente del papa, pero, sin embargo, según enseña Pío XII en su encíclica mystici Corporis (1943), "cada obispo conduce y gobierna su propia diócesis en nombre de Cristo y como verdadero pastor del rebaño confiado a él." Aún en esta actividad, los obispos no son totalmente sui juris, "quedando sometidos a la autoridad del Pontífice romano, puesto que ellos gozan de un poder ordinario de jurisdicción que se deriva inmediatamente del papa." El papa apoya sus pretensiones sobre la primacía de Pedro transmitida hereditariamente después de é1 a todos los que le han sucedido en la sede de Roma.

Así, según este ensañamiento presuntuoso y sin fundamento de los obispos de Roma, Cristo estableció a San Pedro como jefe de todos los apóstoles y cabeza de toda la Iglesia, confiriéndole inmediata y personalmente la primacía de autoridad. Conforme a este mandato, Pedro debe tener continuamente sucesores en su primacía sobre la Iglesia entera y los sucesores de Pedro en la primacía son los obispos de Roma.

Sin embargo, un examen imparcial de los textos del Nuevo Testamento en los que se apoyan los católicos-romanos, como otros testimonios históricos de los Hechos de los Apóstoles y de las Epístolas de San Pablo, demuestran con evidencia que el Apóstol Pedro no recibió del Señor ni ejerció jamás ninguna primacía sobre los otros apóstoles.

Las palabras del Señor, "tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mateo 16:18), no predicen que Pedro sea el fundamento sobre el cual será fundada la Iglesia, como sobre una roca sólida. Esto se hace evidente de la afirmación formal de San Pablo, "porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo" (I Corintios 3:11) La frase, "sobre esta piedra" significa "sobre la fe de la confesión" (San Juan Crisóstomo, Sobre Mateo, Homilía 54). Teofilacto expone muy claramente su sentido: "Esta confesión que formula Pedro puede ser el fundamento de los que creen, de modo que todo el que debe construir el edificio de la fe puede presumirla como fundamento" (Sobre Mateo, 16:18). Con esta interpretación concuerda perfectamente el sentido de I Corintios arriba citado. Pero aunque admitamos que Pedro sea indicado así como piedra de base, que "la Iglesia esté edificada sobre el," y "que el Señor haya construido la Iglesia sobre uno solo" (Tertuliano, De Monog., 8), no se debe olvidar que los otros apóstoles y todos los profetas juntos eran llamados "fundamentos," puesto que los fieles están establecidos sobre Cristo como piedra del ángulo y que la Jerusalén celestial está descrita como una muralla "con doce fundamentos y sobre ellos los doce nombres de los apóstoles del Cordero" (Efesios 2:20; Apocalipsis 21:14).

Sin embargo, Pedro podría ser considerado como fundamento, no en el sentido en que lo entienden los católicos-romanos, sino como el primer confesor de la verdadera fe y los confesores de la misma fe que le han seguido serán añadidos a é1 como otras piedras vivas, a fin de que sea construido el edificio de la Iglesia. Como lo nota Orígenes, nosotros mismos confesando como Pedro, "'tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo,' nos hacemos otros Pedros, y la palabra de Dios, 'tú eres Pedro', etc., podría sernos dirigida a nosotros. En efecto, todo imitador de Cristo es piedra y sobre toda piedra semejante está basado todo juicio eclesiástico y la sociedad que éste expresa" (Sobre Mateo).

La misma observación puede hacerse con relación a la promesa hecha ulteriormente por el Señor a Pedro: "a ti daré las llaves del reino de los cielos," promesa que El generalizó un poco después a favor de todos los apóstoles. "El a ti daré," observa con razón Teofilacto, "indica un tiempo futuro; el momento del don era la hora de la resurrección, cuando El dirá, tomad el Espíritu Santo, a los que remitiereis los pecados, les son remitidos; a quienes los retuviereis, serán retenidos" (Juan 20:22-23) y, por consiguiente "este don fue hecho, fue concedido también a los otros apóstoles" (Sobre Mateo, 16:19).

Además, la triple interrogación del Señor a Pedro, en el momento de Su manifestación en el mar de Tiberiades después de la resurrección, "¿me amas más que estos?" y la afirmación reiterada del Señor después de su triple contestación: "apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas," no tiene la significación de transmitir a Pedro alguna primacía, con poder de jurisdicción sobre todo el rebaño de Cristo, hasta el fin del mundo, como lo entienden los católicos-romanos.

Para Cirilo de Alejandría, puesto que Pedro, "sobrecogido de un invencible espanto, había negado tres veces al Señor en la corte del sumo sacerdote, el Señor curó al que se había caído y diversamente reclama tres veces la confesión, a fin de que la falta cometida en su triple negación fuera borrada." Y el Señor, por la palabra, 'apacienta mis ovejas,' quiere indicar una renovación de la misión ya dada, liberándole de la vergüenza de las faltas y borrando la bajeza del sentimiento nacido de la debilidad humana." "Era necesario decir todavía más que a los otros, 'me amas tu,' porque más que los otros él debía conciliarse la remisión." "Según la palabra del Señor, El ha perdonado mucho al que mucho amará." Isidoro de Pelusa confirma esta interpretación: "La triple interrogación del Señor a Pedro sobre su amor no se debe a la ignorancia del Maestro, sino que el buen Sanador anuló la triplicidad de la negación por la triplicidad de la sumisión" (Juan 21:15-17; Cirilo de Alejandría, P. G. 1xxiv, 749; Isidoro de Pelusa, Epist. 103, libro 1, P. G. lxxviii, 253).

Según la narración de los Hechos, Pedro aparece como jefe durante la elección de Matías y él mismo toma la palabra a nombre de los otros apóstoles, lo mismo el día de Pentecostés como ante el Sanedrín. Estos casos testifican más bien una primacía de honor, y no una primacía de jurisdicción. Es notable que para elegir al que reemplazaría a Judas que había transgredido, "lo puso en manos de la multitud;" él mismo no propuso "los dos nombres," sino que todos lo hicieron. E1 solamente había introducido el asunto, mostrando que no era de él, sino que venía de lo alto, de acuerdo con la profecía citada en el mismo capítulo. El se muestra entonces como intérprete y no como jefe" (Hechos 1:15; 2:14; 4:8; San Juan Crisóstomo, Sobre Hechos, Homilía 3).

En el momento de la elección de los siete diáconos, "los doce convocaron a la multitud de discípulos," éstos propusieron su elección y una vez completada ésta, presentaron a los elegidos "delante de los apóstoles," y no delante de Pedro solo, y todos, "orando, les pusieron las manos encima." Más tarde, cuando oyeron "que Samaria había recibido la palabra de Dios," "todos los apóstoles enviaron" no solamente a Pedro sino también a Juan (Hechos 6:2, 6 y 8:14). Si Pedro hubiera sido jefe de los apóstoles, ¿habría aceptado órdenes de parte de ellos, o habría enviado él más bien a uno de ellos?

Cuando el bautismo fue conferido al pagano Cornelio, "los de la circuncisión contendían contra él, y le acusaron porque había entrado a hombres incircuncisos y había comido con ellos" (Hechos 11:1-2) Luego Pedro no se comportó como jefe; é1 no pretendía estar sobre toda contradicción de parte de sus colegas y de todos los fieles, sino que dio explicaciones, como si se defendiera delante de ellos. Además, en el concilio apostólico, "habiendo habido grande contienda, Pedro se levantó." El mismo no habló primero; él no presidía la asamblea; y parece que é1 mismo no proclamó la abertura del concilio y é1 no decidió la conclusión, resumiendo la marcha de la discusión y recogiendo los votos de los miembros. Parece que es Jacobo (Santiago) quien lo hace: "entonces los apóstoles y ancianos, con toda la Iglesia" decidieron "elegir y enviar a Antioquía varones que comunicaran a la Iglesia local lo que había decidido el concilio." Los apóstoles y los ancianos y los hermanos escribieron la carta que comunicaba sus decisiones (Hechos 15:7-23).

Finalmente, en la Epístola a los Gálatas, "los que parecían ser las columnas eran Jacobo, Cefas y Juan," y no Cefas sólo; Pablo demuestra además que él es su igual en honor, porque no solamente "nada le dieron" al evangelio de Pablo, sino que, en las palabras de Pablo, "nos dieron las diestras de compañía a mí y a Bernabé," reconociendo que estos dos apóstoles iban a predicar el Evangelio a los gentiles, y ellos a la circuncisión. Además, "viniendo Pedro a Antioquía... se retraía y apartaba" evitando el comer con los cristianos venidos de entre los gentiles, pues tenía miedo de escandalizar a los cristianos venidos de Jerusalén, Pablo "le resistió en la cara, porque era de condenar" (Gálatas 2:8, 6, 9, 11-12, 14). En ninguna parte, entonces, del Nuevo Testamento, hay evidencia de la primacía de Pedro sobre los otros apóstoles.

Por otra parte, no está probado que la Iglesia de Roma fuera fundada por Pedro; antes de que Pablo la visitara en la época de su primer encarcelamiento, parece que ya estaba organizada y que florecía. Esto es evidente de la Epístola que Pablo le dirigió hacia el año, carta que demuestra además que los cristianos de Roma estaban suficientemente evolucionados para estar en condiciones de seguir los pensamientos tan elevados y profundos que en ella se encuentran desarrollados. Se ve también que ellos estaban ligados por unos lazos estrechos con Pablo, el que evitaba con cuidado "edificar sobre fundamento ajeno" (Romanos 15:20), y por consiguiente consideraba la Iglesia de Roma como perteneciente al campo de su propia jurisdicción apostólica. Pedro no fue el primer obispo de Roma, porque antes de é1 Pablo había visitado Roma y permaneció dos años enteros como prisionero y predicando el reino de Dios, para volver otra vez a la misma ciudad cuando fue martirizado. Pedro, por otra parte, hasta la segunda Epístola de Pablo a Timoteo, enviada un poco antes de su martirio, parece que no había ido todavía a Roma. ¿Dónde está pues el fundamento de la argumentación de los de Roma que Pedro se estableció allí como el primer obispo? ¿Según qué indicación del Nuevo Testamento ha transmitido Pedro a los obispos de Roma los derechos y poderes de su dignidad apostólica enteramente personal y atribuida por el único Salvador igualmente a los doce discípulos que le habían seguido desde el principio?

 

¿Tiene Cristo un Vicario en la Iglesia?

(Por el Patriarca de Moscú y de todas las Rusias, su Santidad Sergio).

EN VISPERAS DE SU PASION, nuestro Señor Jesucristo había dado de los Apóstoles, en su oración al Padre, este testimonio: "Mientras estaba yo con ellos, yo los defendía en tu Nombre. He guardado los que Tú me diste, y ninguno de ellos se ha perdido, sino el hijo de la perdición, para que se cumpla la Escritura. Mas ahora vengo a Ti: Yo ya no estoy más en el mundo" (Juan 17:12, 13:11). ¿Qué va a hacer ahora este ínfimo puñado de hombres armados solamente con "tu Palabra" (véase 14). En consideración precisamente a esta palabra, el mundo y su príncipe los odiará y los atacará con todas sus fuerzas con el fin de apagar la luz de la Verdad de Cristo que apenas llega a encenderse sobre la tierra. Empero el Salvador no busca para los Apóstoles una existencia terrenal al abrigo de la miseria, en la paz y el bienestar. Al contrario: "Santifícalos en la Verdad" (véase 17), ha dicho El, esto es, conságralos para la causa de la Verdad, dales la fuerza de dedicarse enteramente a la causa de la Verdad, de padecer todo para esta causa, de sacrificarle su vida, así como Cristo le había sacrificado la suya. Por consiguiente, los mayores peligros que el Señor ruega a fin de que los Apóstoles se preserven de ellos, no son los crueles sufrimientos que les prepare el mundo hostil, sino las tentaciones de este mundo que podrían seducirlos y llevarlos a traicionar la Verdad.

El Apóstol Pablo, despidiéndose de los presbíteros de Efeso, les previene explícitamente; respecto de los disturbios y la traición que sobrevendrán entre los pastores de la Iglesia, exhortándolos a mantenerse en guardia, "a ellos mismos y en pro de todo el rebaño." "Yo sé" ha dicho El, "que después de mi partida os han de asaltar lobos voraces, que destrocen el rebaño. Y de entre vosotros mismos se levantarán hombres que sembrarán doctrinas perversas con el fin de atraerse discípulos" (Hech. 20:29-30). De esta manera, el mundo hostil a Cristo no procurará solamente apagar la luz de Cristo con persecuciones u otros medios exteriores. El mundo sabrá penetrar al interior mismo del Redil de Cristo: él sabrá hallar a servidores entre los guardianes de la Iglesia colocados por Cristo, a fin de que destruyan por sus propias manos la obra divina.

¿Cómo y por cuáles medios, el pequeño rebaño de Cristo, tras haberse separado de su Señor y Maestro, quien "los había guardado en el Nombre del Padre" (Juan 17:12), tan largo tiempo como El moraba con ellos, saldrá vencedor de una lucha tan peligrosa? ¿Dónde está la garantía de que las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia de Cristo? (Ma. 16:18).

Los Católicos romanos dan a esta pregunta una contestación clásicamente clara y nítida. Nuestro Señor Jesucristo, partiendo hacia su Padre, habría confiado la Iglesia terrenal, es decir los Apóstoles y todos los que creían en El "en virtud de sus palabras," a su Vicario el Apóstol Pedro, devenido obispo de la ciudad de Roma, capital del universo, y habría conferido al apóstol una gracia extraordinaria de infalibilidad en el arreglo de los asuntos de fe y de orden eclesiástico en el universo entero. La función de vicario de Cristo con todos sus poderes y sus gracias especiales pasarían por Vía de Sucesión del Apóstol Pedro, primer titular de la cátedra de Roma, a los papas romanos quienes gobernarían la Iglesia terrenal manteniendo infaliblemente la Verdad de Cristo y rechazando, gracias a su autoridad infalible, todas las tentativas de las puertas del infierno que procuraren desfigurar esta Verdad.

Convengamos que la doctrina de la Iglesia terrenal desarrollada por los Católicos Romanos posee un ordenamiento impresionante. Ellos conciben a la Iglesia como una organización muy sabia, admirablemente adaptada a sus fines terrenales. Sin embargo, al discutir el Reino de Dios y en particular, de los destinos de la Iglesia de Cristo en la tierra, no se podría olvidar las palabras del Señor: "Los pensamientos míos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son los caminos míos. Sino que cuanto se eleva el cielo sobre la tierra, así se elevan mis caminos sobre los caminos vuestros y mis pensamientos sobre los pensamientos vuestros" (Is. 55:8-9); o aún las palabras del Apóstol "Porque la locura de Dios es más sabia que los hombres; y lo que parece debilidad en Dios es mas fuerte que los hombres" (1 Cor. 1:25).

Vemos en el Evangelio que nuestro Señor Jesucristo al dejar corporalmente el mundo terrenal no pensaba en desistir de toda solicitud para con su Iglesia. Por el contrario, El ha dado a los Apóstoles una formal promesa: "Yo estaré continuamente con vosotros hasta la consumación de los siglos," y ello para ayudarles a conservar sus mandamientos en la Iglesia (Mat. 18:20).

Nuestra Iglesia interpreta en este sentido las palabras del Señor y ve en esta permanente presencia del Señor la garantía de la resistencia invencible contra las puertas del infierno. "Yo estoy con vosotros," canta la antífona de la Ascensión y, por consiguiente, "ninguno prevalecerá contra vosotros," El Señor vela siempre por la Iglesia, según el Apóstol, "a fin de hacerla comparecer delante de El llena de gloria, sin mácula, ni arruga, ni cosa semejante, sino siendo santa, santa e inmaculada" (Ef. 5:27).

Sumergiéndose en la contemplación del "gran misterio" de la cohabitación de Cristo con la Iglesia, el Apóstol reconoce en esta "coexistencia" el prototipo espiritual, la imagen espiritual de la unión conyugal. Así como en la unión conyugal ambos cónyuges no forman más que una carne y viven una vida inseparable, del mismo modo, Cristo — EI Jefe y la Iglesia — y Su Cuerpo forman un solo ser, viviendo una vida única, de tal suerte que las dos partes se completan mutuamente y quedan inseparables hasta el final de los siglos. Cristo nutre y recalienta a la Iglesia por su gracia y salva así dentro de Ella a los hombres, entretanto, al obedecer a Cristo, la Iglesia participa activamente con eso en la salvación de los hombres. Consciente de su unidad esencial con Cristo, la Iglesia se atreve a proclamarse la única depositaria de la pura doctrina de Cristo, el único recipiente de todas las gracias, la única puerta que conduce hacia la Salvación. Su orden canónico exterior, el celo y la sabiduría de sus dirigentes terrenales tienen por cierto una gran importancia para la Iglesia. No es en vano que el espíritu Santo les "ha instituido obispos, para apacentar la Iglesia" (Hech. 20:28). No obstante, todo eso no es válido sino tan largo tiempo como Quien ha dicho: "Estoy con vosotros" permanezca con ellos. Desde el instante que El se aleja, no queda sino la forma de la Iglesia, vacía, sin gracias, sin virtud de salvación. La historia de la Iglesia suministra de ello no pocos ejemplos.

A la luz de la doctrina apostólica de la unidad esencial de Cristo — el Jefe, con su Cuerpo — y la Iglesia; todas las discusiones sobre una vicaría en la Iglesia devienen, en suma, imposibles. No se podría hablar de ello sino tan largo tiempo como se considera a la Iglesia cual una institución terrenal, humana, aunque teniendo fines celestiales. En tal caso, es la administración que ocupa el primer plano e importa poco para la administración de quien dimana el orden, con tal que la persona de quien se trata posea los poderes requeridos. Mas en presencia de la doctrina apostólica mencionada, no se puede aceptar, no solamente una substitución de Cristo por algún otro, sino que, para una conciencia cristiana sensible, tal substitución no se haría sin una dosis considerable de blasfemia.

Se recuerda por analogía que ciertos sabios son propensos a considerar como no obligatoria la doctrina de la virginidad permanente de la Madre de Dios. Importa para nosotros, ellos afirman, que la Santísima Virgen haya sido virgen al nacimiento del Dios-Hombre, nuestro Salvador, pero nos sería indiferente, a lo que les parece, que Ella haya permanecido Virgen pare siempre o que haya vivido luego la vida de una mujer ordinaria y haya tenido otros niños después de Cristo. Llevados por la lógica dogmática, esos hombres se olvidan de preguntarse si la Santísima Virgen María hubiera sido digna de llegar a ser la Madre de Dios, si le hubiera sido indiferente quedarse totalmente y para siempre con el Señor o de dar su amor a otro. La inverosimilitud moral es suficiente para probar el error dogmático. Lo propio sucede en lo que concierne a la doctrina de la vicaria en la Iglesia.

Si hablando de la Iglesia Cristo dice: "una sola es la paloma mía, la perfecta mía" (Cant. de Cant. 6:9) y en sacrificio le ofrece su vida. La Iglesia se recuerda siempre que "Yo soy toda de mi amado, y mi amado es todo mío" (Cant de. Cant. 6:3). Ella no podría compararlo con ninguno, "está escogido entré diez mil" (Cant. de Cant. 5:10).

Incluso teóricamente la Iglesia no podría figurarse a cualquier otro ocupando el lugar del Hermano: eso sería una negación, una traición para con el único Novio y Salvador. Los Santos Mártires y las Heroínas de la fe expresan indudablemente del modo más evidente la abnegación de la Iglesia para con Cristo. Se sabe que ciertas heroicas almas católicas han llegado hasta el éxtasis al adorar el corazón de Jesús; incluso hasta recibir estigmas al revivir la pasión de Cristo. ¿Lo habrían alcanzado si hubiesen dividido su corazón y su atención entre Jesús y su vicario terrenal? Es una imposibilidad psicológica.

Por otra parte, independientemente de una carencia de principio, de una carencia moral de la doctrina de la vicaría, ningún ángel y con mayor motivo, ningún hombre no podría reemplazar, aún cuando no fuera que desde el punto de vista práctico, el Jefe Divino de la Iglesia. La Iglesia no pertenece solamente a la tierra, sino también al cielo, siendo llamada a "manifestar" en el cielo "las múltiples facetas de la sabiduría de Dios" (Ef. 3:10). En cuanto al hombre, no es sino "polvo y ceniza" (Gén. 18:27) y hasta sobre la tierra no es sino un huésped de paso, sujeto a cambios continuos. Tanto como brilla en él su "primera caridad" (Ap. 11:4), él se mantiene a la altura, pero tan luego como esta caridad comienza a no más recalentarlo, él baja de nuevo y se confunde con la multitud. Y si no se recuerda a tiempo "de dónde ha caido y no se arrepiente" (Ap. 2:5), él podrá ser vomitado de la boca de Cristo (Ap. 3:15-I7). Ni su dignidad eclesiástica, ni la antigua gloria de la cátedra que ocupaba, ni la celebridad (en el sentido eclesiástico) de la ciudad en que moraba no podrían preservar al pecador de tal suerte. "Entonces alegaréis a favor nuestro: Nosotros hemos comido y bebido Contigo y Tú predicaste en nuestras plazas." Mas El os repetirá: "No sé de donde sois, apartaos de mí todos vosotros, obradores de iniquidad" (Luc. 13:26-7). Y el mismo destino castiga a veces a pueblos enteros y ciudades. Los Judíos tenían su templo y Jerusalén a mucha honra, pero vino el tiempo en que oyeron: "Pues bien, nuestra casa va a quedar desierta" (Mat. 23:38) y donde no les quedará más que llorar su gloria pasada junto al "muro de lamentaciones."

Pues en la práctica, todo grupo de hombres reunido, para servir eficazmente una causa común es habitualmente dirigido por una sola persona. Parece que la organización exterior de la Iglesia se ha desarrollado en ese sentido. Sus núcleos primordiales — los obispados — pequeños, por cierto, sin embargo plenamente independientes en el principio, se unieron poco a poco en diócesis, metrópolis, exarcados, etc. y constituyeron finalmente los cinco patriarcados al lado de los cuales se crearon otras organizaciones: las iglesias nacionales. A la cabeza de cada grupo de iglesias se halla obligatoriamente un obispo que los otros obispos del grupo "deben honrar como su jefe" y están obligados a no traer nada sin consultarle en todo lo que va más allá que su competencia (R. Ap.34). A lo que parece, no habría pues nada de inadmisible y nada de contrario a esta evolución histórica de la Iglesia en el hecho de que una sola persona presidiría algún día los destinos de la Iglesia ecuménica terrenal en calidad, supongámoslo, de Presidente del Concilio Ecuménico, de jefe de la jerarquía eclesiástica y no por supuesto, de vicario de Cristo. Ese Jefe podría ser eventualmente el obispo de una capital mundial.

No sabemos si la evolución de la Iglesia concluirá por el establecimiento de una dirección personal. No insistiremos, tampoco, sobre el peligro que habría en concentrar el poder universal entre las manos de un solo hombre expuesto a toda suerte de tentaciones. Admitamos incluso que una dirección personal sea útil pare la Iglesia desde el punto de vista administrativo, pero no olvidemos las palabras divinas ya citadas: "Los pensamientos míos no son vuestros pensamientos, " etc. Dios conduce la Iglesia en una vía conocida y querida por El solo y esta vía no concuerda siempre con los razonamientos de la sabiduría humana.

Sin haber entregado la Iglesia en manos de quienquiera que sea, el mismo Señor permanece a su cabeza hasta el final de los siglos. El ha enviado al mundo a los Apóstoles y luego a sus sucesores, Episcopado Ortodoxo, para predicar el Evangelio y dirigir a la feligresía. Los Apóstoles han ido para "anunciar la buena Nueva al mundo entero" sujetados, no por las relaciones jerárquicas donde la dominación que uno solo de entre ellos ejercería sobre los demás, sino por "la unión en el amor y el don unánime de ellos mismos a Cristo, Señor de todos" (Himno del Jueves Santo). Asimismo, mientras que ocupan cátedra de desigual importancia, los obispos reciben las mismas gracias y son sujetados con igualdad por "la unión en el amor" donde "la presunción del poder secular," no podría "introducirse" (3. R. Ecum. 8).

La historia de la Iglesia ha encontrado una expresión admirable de ese principio fundamental de la organización eclesiástica (libertad de las iglesias y su colaboración en la concordia y la conservación de los mandamientos de Cristo), en un sistema armonioso de la administración eclesiástica: que los grupos de iglesias estuviesen presididas cada una por un jefe. Pero esta historia eclesiástica misma nos proporciona severas advertencias a fin de que no contemos demasiado con un sistema exterior. Basta con recordar los nombres de Nestorio, de Dióscoro y de sus semejantes que se encontraban bien a la cabeza de los patriarcados, o aún los papas romanos de la época posterior. Pueblos enteros, célebres antaño por su ortodoxia, glorificados por sus santos y sus mártires, y hoy día separados de la Iglesia, quedan como unos tristes monumentos de la imperfección humana del sistema, cualquiera que sea su sabiduría. Como institución divina y teniendo fines que son sublimes, la Iglesia no puede existir basándose únicamente sobre medios humanos y sobre la sabiduría humana. Es por ello que el Jefe Divino no priva a la Iglesia de su inmediata intervención. Así como enviaba en otros tiempos a Jueces y a Profetas para el antiguo Israel, asimismo envía a su Iglesia en momentos cruciales a hombres previstos de gracias excepcionales, podríase decir profetas, llenos de fe y de fuerza espiritual. Estos hombres, sin estar encargados de misión oficial, salen espontáneamente de la multitud y devienen los dirigentes de los otros. No obstante su papel de dirigentes no tiene ningún carácter oficial, no corresponde a ninguna función instituida por la Iglesia y su actividad no respeta siempre el marco administrativo. Como toda vocación de profeta, su acción es un empeño personal acondicionado por su propia iniciativa, por su celo para con Dios y la Iglesia de Dios. Siendo provisional y, para decirlo así, fortuito, esta actividad no implica ningún derecho administrativo y no da acceso a ninguna cátedra episcopal. Un sorprendente ejemplo a este respecto lo ha dado San Gregorio el Teólogo, uno de los principales adversarios de Macedonio y el restaurador de la Iglesia de Constantinopla, quien, empero, no había guardado la cátedra de Constantinopla una vez terminada la lucha.

Al albor mismo de la historia eclesiástica cuando era preciso "confirmar a los hermanos" y asentar los fundamentos de las iglesias en varios países, fueron los Santos Apóstoles Pedro y Pablo quienes asumieron el papel preponderante: Pedro entre los Cristianos circuncisos y Pablo entre los incircuncisos (Gál. 2:7-8). Tal como nos lo enseñan los Hechos de los Apóstoles. San Pedro actuaba con el espíritu de iniciativa de un verdadero jefe. Sin embargo, eso no le había abierto el acceso al único puesto oficial que existía en la Iglesia a la sazón: la función de obispo de Jerusalén. Esta cátedra le cayó a Santiago, hermano del Señor. Y ello, notémoslo bien, entre los cristianos circuncisos. Asimismo, San Pablo nombraba a obispos y encargaba a sus discípulos de traer lo mismo sin haber ocupado él mismo una cátedra cualquiera de un modo permanente.

Por el hecho de haber ocupado la cátedra de Jerusalén, Santiago, uno de los Setenta, había adquirido una cierta primacía de honor, o derecho de precedencia, incluso respecto de los Doce Apóstoles, este hecho está confirmado de una parte por la presidencia del Consejo Apostólico de la cual se encarga Santiago en presencia de los supremos Apóstoles San Pedro y San Pablo (Hech. 15:13-22) y de otra parte y con tanta más razón, por el reconocimiento de esta precedencia (incluso respecto de San Pedro) por toda la iglesia Ecuménica Primitiva. En la lista de las Epístolas Apostólicas, la epístola de Santiago es la que ocupa todo tiempo el primer lugar, mientras que las epístolas de San Pedro no vienen sino en segundo lugar. Un semejante orden de precedencia no habría podido mantenerse para siempre si la Iglesia Primitiva hubiese reconocido a San Pedro como su jefe terrenal y, con tanta más razón, como el vicario de Cristo.

Jefes-Profetas han igualmente aparecido en la Iglesia en épocas posteriores: por ejemplo San Ireneo de Lyon y San Cipriano de Cartago. Durante los disturbios arrianos, fue San Atanasio Magno y los Dos Gregorios. San Cirilo de Alejandría dirigió la lucha contra los nestorianos; San León, papa de Roma, la lucha contra los monofisitas; y otros más en otras ocasiones. Es de señalar además que esos jefes no fueron necesariamente obispos de ciudades centrales importantes. Se cuenta entre ellos, por ejemplo, a Gregorio el Taumaturgo de Neocesarea, a Espiridón de Trymitonte, a Gregorio el Teólogo, obispo de la miserable Sasime, o también a Teodoro el Estudita y a Juan Damasceno quien no era obispo siquiera.

Así pues, nuestra Santa Iglesia Ortodoxa, "implantada en el Oriente," dispersada en el mundo entero entre todos los pueblos, y alabando a la Santa Trinidad en todos los idiomas bajo la protección de su supremo y celestial Obispo y jefe, dirigida y amada por El gracias a los trabajos y labores de la santa cohorte de Apóstoles, Padres y Doctores iluminados por Dios, ha mantenido durante numerosos siglos hasta nuestros días, y mantendrá sin jefe ni director terrenal la Santa Fe Ortodoxa, legada por Cristo, y guía sin desfallecimiento a sus hijos hacia la eterna salvación. Tengamos fe que Cristo no privará a su Iglesia hasta el final de los siglos de su presencia divina y que en los días de sufrimiento mandará así como en el pasado para su viña a "unos dignos obreros y guardianes de la Casa de Dios" a fin de que ellos también, habiendo cumplido su obra, resplandezcan como astros en el coro luminoso de los Santos Padres, para los cuales la Iglesia glorifica a Cristo cuando canta: "Bendito sea Cristo nuestro Dios quien ha establecido a nuestros Padres como astros sobre la tierra y quien nos ha guiado por ellos hacia la verdadera fe."

Sobre la Sucesión y

la Infalibilidad del Papa.

Monseñor Josef Schtrosmayer, Obispo de la Iglesia Católica Apostólica Romana

Discurso que pronunció en el Concilio Ecuménico I de 1870

Nota: Monseñor Josef Schtrosmayer nació en 1815 en Croacia (Austria-Hungrla). Hijo de campesinos, terminó sus estudios en el seminario de Diakovo y los completó en la facultad de teología de Budapest, recibiendo el doctorado en filosofía a los 21 años.

Luego de su consagración sacerdotal, ofició durante dos años en Petro-Vazadin. En 1840 marchó a Viena y se desempeñó allí en el máximo instituto de teología católica, "Augustinum," como docente, al igual que en el seminario de Diakovo. En 1841 pasa a ocupar las funciones de capellán de la corte imperial de Viena y prefecto del "Augustinum," simultáneamente con la cátedra de derecho canónico en la universidad de la metrópoli imperial austríaca. En 1849 monseñor Schtrosmayer fue designado obispo de Diakovo, donde sirvió durante 55 años, hasta su fallecimiento en 1905.

Dominaba varios idiomas y era perfecto orador en latín clásico. El texto que sigue es el discurso que pronunció en el Concilio Ecuménico I, de 1870, bajo el pontificado de Pío IX. El obispo Dupanloup, de la diócesis de Orleáns, lo calificó "el mejor del Concilio." Monseñor Melhers, arzobispo de Colonia (Alemania), lo llamó "espléndido orador, que no tiene igual."

En 1870 había en todo el mundo 917 obispos católicos romanos y solamente 443 votaron en favor del dogma de la infalibilidad papal. Esta minoría, inferior al 48 por ciento, estaba constituida principalmente por italianos.

Desde el principio, en que recibí el derecho de coparticipar junto con Uds. en este Concilio, seguí atentamente todos los discursos pronunciados aquí, esperando con gran deseo que con el tiempo y sobre mí vendría del cielo el rayo de la luz divina, permitiéndome estar de acuerdo con la resolución de este Santo Concilio, en absoluta comprensión del problema.

Con el hondo sentido de responsabilidad que estaré obligado a rendir ante Dios, empecé a estudiar las Sagradas Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento y con la más seria dedicación buscaba en este preciocísimo tratado de la verdad si es cierto que quien aquí nos preside es el sucesor de San Pedro, Vicario de Jesucristo e infalible preceptor de la Iglesia.

Para resolver estos importantísimos problemas he debido, con la luz del Evangelio, volver a los días cuando no existían ni ultramontanos ni galicanos, y cuando los preceptores de la Iglesia eran San Pablo, San Pedro, San Santiago (Jacobo) y San Juan, los guías a quienes nadie puede negar autoridad divina.

De este modo, abrí la Santa Biblia, ¿y qué? ¿Qué es lo que me atrevo a decir? Que en las Escrituras no encontré nada, ni el más mínimo indicio de un Papa como sucesor de San Pedro y Vicario de Jesucristo, así como no encontré tampoco indicio de Mahoma, quien no existía aún en aquel tiempo. Así, después de la lectura de los Testamentos, que recibí de Dios con la máxima atención, no hallé ni un artículo ni una frase en la que Jesucristo otorgaba a San Pedro la primacía sobre otros apóstoles.

Si Simón (hijo de Jonás) era lo que es, según nuestra creencia, ahora Su Santidad Pío IX, entonces es curioso cómo Dios no dijo "Cuando suba al trono de Mi Padre todos los apóstoles deberán obedecerte como a Mí me obedecen; Yo te entronizaré como Mi sucesor."

Jesucristo no dijo nada de eso; por el contrario, cuando El prometía las cátedras o asientos a sus apóstoles, para juzgar a las doce tribus de Israel, nunca manifestó que la cátedra o el asiento de San Pedro sería superior a las de los demás (Mateo 19:28). Probablemente, si tal hubiera sido su deseo, lo habría dicho, pero Jesucristo calló. ¿Qué significa esto?

Esto significa que Jesucristo no quería poner a San Pedro como su sucesor. Cuando El enviaba a sus apóstoles a propagar el Evangelio, a todos les dio igual poder de perdonar o atar los pecados y a todos por igual les prometió el Espíritu Santo (Juan 22:21- 23).

Permitidme repetirlo: si Jesucristo hubiera querido hacer de San Pedro su sucesor, le hubiera entregado la superioridad sobre todos. Jesucristo, como rezan las Sagradas Escrituras, prohibió a San Pedro y a los demás apóstoles gobernar y tratar de hacerse superiores los unos sobre los otros, o imponerse sobre los fieles como hacen con su poder los monarcas paganos (Lucas 22:25). Si San Pedro fue elegido por Jesucristo como Papa, entonces hubiese dicho que éste tiene dos espadas, símbolo del poder religioso y del poder civil.

Pensando en esto me extrañó lo siguiente: Si San Pedro fue elegido por Jesucristo como Papa, ¿de qué forma podrían los demás apóstoles ordenarle ir junto con San Juan a Samaría para propagar el Evangelio del Hijo de Dios (Hechos 8:14)?

¿Qué pensaríais, venerables hermanos, si en este momento nos fuese permitido enviar a Su Santidad Pío IX y a monseñor Plantic al Patriarca de Constantinopla para pedir que termine el cisma de Oriente?

Esto es muy importante: en Jerusalén se reúne el primer Concilio (llamado apostólico) en el año 51; para resolver esta cuestión: ¿quién podía convocarlo? ¿Acaso San Pedro, si era el Papa? ¿Quién habría de presidirlo, San Pedro o su representante? ¿Quién debería redactar y transmitir al pueblo las resoluciones del Concilio? ¿San Pedro, tal vez?

De hecho, no era así. San Pedro asistió al Concilio igual que los demás apóstoles, la reunión fue convocada por San Santiago (Jacobo) y las resoluciones se adoptaron en nombre de los Hermanos Mayores (Hechos 15). Ahora bien, ¿cómo actuamos nosotros en nuestra Iglesia?

Cuanto más leemos las Sagradas Escrituras, venerables hermanos, tanto más nos aseguraremos de que el hijo de Jonás no se presenta como el primero entre todos. Pues bien, cuando nosotros enseñamos que la Iglesia está fundada sobre San Pedro, ignoramos que San Pablo, de cuya autoridad no podemos dudar, dice en su epístola a los Efesios que la Iglesia está fundada sobre los apóstoles y los profetas, teniendo como piedra fundamental a Jesucristo.

Aquél mismo apóstol tampoco cree en la supremacía de San Pedro y critica a quienes dicen "nosotros somos de Pablo, nosotros de Apolo," del mismo modo que hoy se afirma "nosotros somos de Pedro." Si San Pedro hubiese sido el Vicario de Jesucristo, San Pablo no hubiera podido criticar a los discípulos del mismo San Pedro.

Al nombrar a los miembros de la Iglesia, San Pablo menciona a los profetas, a los apóstoles, a los evangelistas, a los preceptores y a los sacerdotes. No podemos pensar, venerables hermanos, que San Pablo, el gran apóstol de las lenguas, se olvidó de mencionar como primero entre todos al Papa, si es que el patriarcado del Papa era de institución divina. Posiblemente hubiera escrito una larga epístola sobre este importantísimo asunto.

No he encontrado ningún indicio sobre el poder del Papa en las epístolas de San Pablo, San Juan o San Santiago (Jacobo). San Lucas, historiador de los actos misioneros de los apóstoles, también calló sobre este importante asunto, y a mí este mutismo de los Santos Padres siempre me pareció incomprensible si de verdad San Pedro fue el primer Papa.

Pero lo que me extrañó muchísimo más es que ni el mismo San Pedro dice nada sobre el particular. Si el apóstol era lo que nosotros afirmamos ahora, es decir el Vicario de Jesucristo en la tierra, probablemente lo hubiese sabido. Pero si lo sabía, ¿por qué no actuaba jamás como Papa? Pudo haberlo hecho en el día de Pentecostés, cuando pronunció su primer discurso, pero no actuó de esa manera. No se menciona así mismo como Papa ni en la primera ni en la segunda epístola dirigida a la Iglesia.

Volvamos al principio. Dije que cuando vivían los apóstoles la Iglesia nunca pensó que debía tener un Papa. Si nosotros demostrásemos lo contrario, deberemos arrojar al fuego las Sagradas Escrituras e ignorarlas para siempre.

Sin embargo, escucho que se dice: ¿no estuvo San Pedro en Roma? ¿No fue crucificado en Roma con la cabeza para abajo? ¿No es en esta Ciudad Eterna donde se encuentra la Cátedra de Pedro y donde se oficia la misa divina? Venerables hermanos, la presencia de San Pedro en Roma se basa en la Sagrada Tradición, pero aun siendo obispo de Roma, ello no resuelve la cuestión de su primacía sobre los apóstoles. Más todavía: no pudiendo hallar ningún indicio del Papado en tiempo de los apóstoles, decidí procurarlo en la historia de la Iglesia.

Sinceramente, busqué al Papa en los primeros cuatro siglos y no lo encontré. Confío en que nadie dude sobre la gran autoridad del santo obispo de Hipona, el grande y bienaventurado Agustín. Este beatífico preceptor, honor y gloria de la Iglesia Católica Romana, era secretario del Concilio de Hipona. Entre las resoluciones de esta estimable reunión encontramos las siguientes palabras: "Quien quiere apelar a los que se encuentran del otro lado del mar no será admitido en las parroquias de África." Resulta obvio que los obispos de África tampoco reconocían al obispo de Roma como primero entre sus pares, e incluso amenazaban con excomunión a quienes apelaban a él como autoridad suprema.

También los obispos, en el sexto concilio de Cartago, presidido por San Aurelio, dictaminaron que Celestino, obispo de Roma, no debía recibir apelaciones de obispos africanos ni de sus secretarios ni de laicos, así como que tampoco debía enviar a sus legados y plenipotenciarios...

El hecho de que el patriarca de Roma intentaba desde los primeros siglos acumular un poder totalitario, es una realidad indiscutible, pero carecía del primado que le dan los ultramontanos. Si tenía un poder totalitario, ¿cómo entonces los obispos de África y el bienaventurado Agustín, el primero entre ellos, podían prohibir las apelaciones a su alto tribunal?

Sin dificultad reconozco que el Papa romano ocupó el primer puesto entre todos. En una ley de Justiniano se expresa: "según las resoluciones de cuatro concilios, nosotros ordenamos que el Santo Padre de la antigua Roma sea el primero, y que el Santo Obispo de Constantinopla, Nueva Roma, sea el segundo."

Entonces, dirán Uds., inclínate ante la supremacía del Papa. No seáis tan veloces, venerables hermanos, en interpretar que las resoluciones de la ley de Justiniano favorecen al Papa: primacía es una cosa, y poder de jurisdicción es otra muy distinta.

Imaginemos, por ejemplo, que en Florencia se convoca a un concilio de todos los obispos romanos. La primacía sería acordada, naturalmente, al obispo de Florencia, del mismo modo que entre los orientales se le da al patriarca de Constantinopla y en Inglaterra al arzobispo de Canterbury. Pero ni uno ni otro, ni el tercero según su posición, ejercerán la primacía sobre sus hermanos.

La importancia del obispo de Roma no procede de un poder divino sino por la importancia de Roma como capital del Imperio de Occidente. Ya he dicho que desde los primeros siglos el patriarca de Roma trataba de reunir el dominio ecuménico sobre la Iglesia. Desgraciadamente, casi lo alcanzó pero no llegó a completarlo porque el emperador Teodosio II impuso por ley que el patriarca de Constantinopla tendría el mismo poder que el de Roma.

Los Padres del concilio de Calcedonia resolvieron que los obispos de la Nueva Roma (Constantinopla) y de la antigua Roma tuvieran los mismos poderes en todo sobre las Iglesias.

El cuarto concilio de Cártago prohibió a todos los obispos recibir el título de Príncipe de los Obispos u Obispo Supremo.

Acerca del título de "obispo ecuménico" con que más tarde se designarían a si mismos los Papas, dijo San Gregorio I, admonizando a sus sucesores, que ninguno de ellos desease recibir este "deshonesto nombre, porque cuando un patriarca se titula ecuménico, entonces su título no merece ser creído; así pues, absténganse los cristianos de este título que siembra la desconfianza entre sus hermanos."

Podría presentar centenares de testimonios tan autorizados como estos, mostrándonos, más claramente que la luz del sol en el mediodía, que los primeros obispos de Roma nunca fueron reconocidos como obispos ecuménicos y cabezas de todas las Iglesias.

De otro lado, ¿quién no sabe que desde el año 325 (primer concilio de Nícea) hasta el año 580 (segundo concilio de Constantinopla) sobre más de 1109 obispos presentes no más de 19 eran de Occidente? Los concilios eran convocados por los emperadores, sin conocimiento y a veces contra la voluntad del obispo de Roma.

Seguidamente voy a pasar a la prueba fuerte que vosotros aceptáis para sostener la supremacía del obispo de Roma.

Con la piedra ("petra" en latín) sobre la cual está fundada la Iglesia, Uds. interpretan que se habla de San Pedro ("Petra" en latín, con mayúscula). Si eso era verdad, entonces no hubiera existido ninguna discusión, pero nuestros antepasados (probablemente algo ellos sabían) pensaban de otro modo y no como nosotros entendemos ahora.

San Cirilo (IV Libro de la Santísima Trinidad) dice: "Yo pienso que por la piedra' nosotros debemos entender la fe inquebrantable de los apóstoles." San Hilario, obispo de Poitiers, en el II Libro de la Santísima Trinidad dice "la piedra es la única bendita piedra de la fe confesada por boca de San Pedro," y así "sobre la piedra de la confesión de la fe está fundada la Iglesia" (VI Libro).

Según San Jerónimo (VI Libro sobre San Mateo), Dios fundó su Iglesia sobre esta piedra y de esta piedra el apóstol San Pedro recibió su nombre. Después, en el 532 discurso sobre Mateo, dice: "'Sobre esta piedra yo crearé mi Iglesia', es decir, sobre la confesión de la fe."

¿Cómo era, entonces, la creencia del apóstol?. Era, simplemente, en "Cristo Hijo de Dios Vivo" (San Ambrosio, arzobispo de Milán, carta a los Efesios); San Basilio de Seleucia y los Santos Padres del concilio de Calcedonia sostienen lo mismo.

De todos los preceptores antiguos del cristianismo, San Agustín ocupa uno de los primeros puestos como sabio y santo. Escuchad lo que él escribió en su II Tratado sobre San Juan: "¿Qué significan las palabras crearé mi Iglesia sobre esta piedra? Estas palabras significan: sobre la fe, sobre las palabras de Jesucristo, el Hijo de Dios Vivo." En el 124º pensamiento sobre San Juan encontramos importantes palabras de San Agustín: "sobre esta piedra de tu confesión Yo crearé mi Iglesia. La piedra era Cristo."

El gran obispo tampoco creía que la Iglesia fue fundada sobre San Pedro. Más: en su XIII carta dijo: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra de tu confesión, sobre la piedra de tus palabras (Tú eres Cristo, el fijo de Dios Vivo), Yo crearé mi Iglesia."

Este pensamiento de San Agustín, era común a todo el cristianismo de aquel tiempo. Por eso, para ser breve, declaro:

Conclúyese que sobre la base de datos sanos en pensamiento, lógicos y de conciencia cristiana, Jesucristo no otorgó ninguna clase de primacía a San Pedro y que los obispos de Roma se hicieron gobernantes de la Iglesia de una sola manera: usurpando, uno por uno, todos los derechos de los obispos.

Si reconocemos la infalibilidad de Pío IX, entonces debemos reconocer como infalibles a todos sus antecesores. Bien, pero, venerables hermanos, la historia tiene su voz, demostrando que algunos Papas eran pecadores. Vosotros podéis protestar o negarlo, pero yo puedo demostrar que el Papa Víctor (año 192) reconoció la herejía del montanismo y después la condenó; el Papa Marcelino (296-303) era pagano, entró en el templo de la diosa Vesta y ahí hizo una ofrenda. Vosotros diréis que lo hizo por debilidad de carácter, pero yo sostengo que el sucesor de Cristo debiera morir antes que realizar ofrendas paganas.

El Papa Liberio (año 358) confirmó la condena de Atanasio y también la herejía de Ario para librarse del exilio, y así pudo volver a su cátedra. Honorio (año 625) era partidario del monotelismo, que atribuía a Cristo una sola voluntad, la divina. Gregorio I (528-590) fulminó como Anticristo a cualquiera que se autoproclamase obispo ecuménico, pero Bonifacio III (607-608) exigió al emperador Focas que otorgase ese título.

Los Papas Pascual II (1088-1099) y Eugenio III (1145) permitían los duelos; Eugenio IV (1431-1439) reconoció el concilio de Basilea que admitió el uso del cáliz para la Iglesia de Bohemia; Pío II (1456) lo prohibió. Adriano II (872-876) reconoció el casamiento civil; Pío VII (1800-1823) lo condenó. Sixto V (1585-1590) editó la Santa Biblia y con una bula papal permitió leerla; Clemente XIV (1700-1712) criticó a los que la leían. Clemente XIV prohibió la orden de los jesuitas, autorizada por Paulo III, y Pío VII la restableció. Pero, ¿para qué recordar el pasado? Actualmente el Santo Padre que nos preside dictó una bula declarando infalibles las resoluciones de sus antecesores. No terminaría nunca, venerables hermanos, si quisiera demostraros todas las contradicciones de los Papas y de sus doctrinas. Si pretendéis demostrar la infalibilidad del Papa actual, entonces deberéis probar lo imposible, pues nunca los Papas se contrarían los unos con los otros.

De no ser así, deberéis declarar que la infalibilidad empieza desde este año 1870. ¿Osaréis hacer esto?

Es posible que el pueblo lo soporte sin quejarse, siendo acaso indiferente a los problemas teológicos que no comprende y juzga de poca consideración, pero de los hechos directos tiene otra opinión.

Si vosotros consagrárais ahora el dogma de la infalibilidad papal los protestantes van a protestar más todavía, porque tienen a su lado la historia. ¿Qué vamos a responderles si ellos nos mostraran a todos los obispos de Roma predecesores de Pío IX? El Papa Virgilio (año 538) compró el trono pontificio a Belisario (general del emperador Justiniano). Es también cierto que no cumplió su palabra y que no pagó nada, lo cual no corresponde a las resoluciones apostólicas. El segundo concilio de Calcedonia estipuló categóricamente que "el obispo que recibe su grado por medio de dinero, que quede privado de su grado y que sea excomulgado." El Papa Eugenio III (1145) hizo lo mismo que su antecesor Virgilio.

San Bernardo, reluciente astro de su siglo, dijo al Papa: "¿Puedes mostrarme en esta gran ciudad (Roma) a una persona que te reconozca como Papa si no es por soborno de oro y plata?"

Venerables hermanos. ¿Puede ser bendecido por el Espíritu Santo aquel Papa que compre su trono y tiene el derecho de predicar infaliblemente?

Vosotros bien conocéis la historia de Formoso. El Papa Esteban ordenó amputar los dedos de su mano, con los cuales había bendecido al pueblo, y arrojarlo al río Tiber, proclamando que estaba fuera de la ley y de no haber cumplido su juramento. Por eso, más tarde, el mismo Esteban fue encarcelado, envenenado y estrangulado, hasta que por último otros Papas rehabilitaron el honor de Formoso. Vosotros diréis que estas son leyendas y no hechos históricos. Id a la biblioteca del Vaticano y leed.

En cuanto a las escrituras de Plotino, historiador de los Papas, y los relatos de Baronio (a. 897), por el honor de la cátedra pontificia no tendríamos que tocarlas ni publicarlas, por peligro a que se produzca entre nosotros un cisma. ¡Pero si se intenta sancionar un nuevo dogma, por amor a la Iglesia Santa, Católica, Apostólica y Romana entonces es imposible callar!

Sigo: el sabio cardenal Baronio, hablando de la curia papal afirma: "A qué estado llegó hoy en día la Iglesia Romana que ahora, como perdió la gloria, está regida por poderosos empresarios del Vaticano. Ellos venden, cambian y compran posiciones de los obispos y entronizan a sus amigos (los antipapas) en el trono de San Pedro."

Pueden ustedes argumentar que tales antipapas eran ilegítimos. Bien, pero en ese caso queda firme que durante 150 años el trono papal fue ocupado por esos intrusos. ¿Cómo se puede probar de este modo la sucesión de los obispos?

¿Podía la Iglesia estar 150 años acéfala? Por lo demás, gran número de antipapas ocupan lugares en el árbol genealógico de los papas. Son, probablemente, aquellos de quienes Baronio escribió, enseñando, a las nuevas generaciones los hechos de las anteriores: "Juan XI (a. 963) era hijo legítimo del Papa Sergio y de Marozia... La Santa Iglesia Romana fue humillada y hollada por este monstruo."

El Papa Juan XII fue electo a los dieciocho años de edad y no fue nada mejor que su predecesor. "Siento remordimientos morales, honorables hermanos, al agraviar sus oídos con estas cosas increíbles." Debo callar acerca de Alejandro VI, padre y amante de Lucrecia, y de Juan XXII (a. 1316), que negaba la inmortalidad del alma y fue destituido por el Santo Concilio de Constanza. Yo no quiero mencionar todas las inquietudes y cismas que existían y deshonraron a la Iglesia de entonces, cuando la cátedra del papa de Roma era ocupada al mismo tiempo por dos y a veces tres personas que se excomulgaban entre si. ¿Cuál de ellos era el verdadero Papa?

Repito una vez más: si vosotros promulgáis la infalibilidad del obispo de Roma actual, entonces deberéis reconocer la infalibilidad de todos sus antecesores sin ninguna excepción. ¿Podéis hacer eso? ¡Cuando la historia nos muestra, con la claridad de la luz solar, que los papas se equivocaban en su doctrina! ¿Podéis hacer eso y demostrar que aquellos aprovechadores y simoníacos fueron realmente los sucesores de Jesucristo?

Monseñores: los verdaderos creyentes dirigen sus miradas y esperan de nosotros la curación de innumerables males que deshonran a la Iglesia. ¿Podéis engañar las esperanzas de ellos? ¿Cuál será vuestra responsabilidad ante Dios si no aprovechamos este momento, hermanos míos, para curar la fe? Aprovechemos este solemne acto, hermanos míos y armémonos con santa audacia haciendo el importante y noble esfuerzo de volver a la doctrina apostólica, porque sin eso incurriremos en errores, oscuridad mental y falsa tradición. Aprovechemos, con toda nuestra sabiduría y fuerzas mentales, para reconocer a los apóstoles y profetas como infalibles preceptores para nuestra salvación. Fuertes e inamovibles, sobre la base de las Sagradas Escrituras, con plena fe, iremos ante el rostro del mundo y tomando el ejemplo de San Pablo en presencia de los incrédulos, prediquemos únicamente a Jesucristo crucificado por nosotros. Venceremos con la doctrina de la Cruz, como Pablo venció en Grecia y en Roma, y la Iglesia Romana tendrá un año glorioso.

Josef Schtrosmayer,

obispo de la Iglesia Católica Apostólica Romana.

Nota: El Concilio no escuchó a su hermano, monseñor Josef Schtrosmayer.

 

Explicación del Evangelio

sobre la confesión de Pedro.

Por Arzobispo Averkio

(Mt 16:13-20, Mc 8:27-30 y Lc 9:18-21)

Nuestro Señor y sus discìpulos se dirigieron desde Betsaida hacia los límites de Cesárea de Filipo.Esta ciudad, antes llamada Paneas, se hallaba en la frontera norte de la tribu de Neftalì, en el origen del Jordán, al pie del monte Libano. Fue ampliada y embellecida por el tetrarca Filipo quien le dio el nombre de Cesárea en honor del Cesar (el emperador romano Tiberio).Esta Cesárea de Filipo debe diferenciarse de otra ciudad llamada Cesárea, situada en Palestina sobre la costa del mar Mediterráneo.

Se aproximaban los ùltimos días de la vida de Nuestro Señor sobre la tierra y los discípulos elegidos por Él para difundir sus enseñanzas aun no estaban preparados para llevar a cabo su gran misión. Por ese motivo, Nuestro Señor buscaba frecuentemente la manera de quedarse a solas con ellos para conversar y acostumbrarlos a la idea de que el Mesías no era como ellos suponían un rey terrenal que someterá para Israel a todas las naciones de la tierra. Por el contrario, este rey cuyo reino no pertenece a este mundo, será crucificado y luego resucitará. Este lejano viaje en companìa de sus discìpulos sirvió de ocasión para conversar a solas con los apóstoles. Nuestro Señor les preguntó "¿Quién dice la gente que soy Yo?" Los discìpulos respondieron que el pueblo tenía distintas opiniones sobre Èl. Asi, en la corte de Herodes Antipas creían que Jesús era Juan el Bautista resucitado. El pueblo sostenía que Èl era uno de los grandes profetas del Antiguo Testamento. Mientras unos decían que se trataba de Elías, otros opinaban que Jesús era Jeremías u otro profeta. Existía la creencia popular, que la venida del Mesías debía ser preparada por un profeta del Antiguo Testamento. Para muchos Jesús era tan solo el precursor del Mesías. Entonces Jesús preguntó "Y vosotros, ¿Quién decís que soy?" La respuesta partió del "muy ferviente Pedro," al que san Juan Crisòstomo llama "la boca de los Apóstoles." "¡Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo!" Los Evangelistas Marcos y Lucas se limitan a transcribir esta respuesta agregando tan solo que Jesús prohibió a sus discípulos hablar sobre este tema con alguien. San Mateo es más explícito y añade que el Señor elogió a Pedro diciendo: "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonàs, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre sino mi Padre que está en los cielos." Esto quiere decir "no creas que tu fe es fruto de la contemplación de tu mente. Por el contrario, considera tu fe como un precioso don de Dios." El Señor le dijo: "tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia..." porque Pedro había dicho antes: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo." Y por eso le dijo el Señor: "sobre esta piedra que acabas de confesar edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella." Desde su primer encuentro con Simón, Nuestro Señor lo llamó con el nombre griego "Pedro" o "Khefas" en sirio-caldeo, que quiere decir piedra (Jn 1:42). ¿Acaso pueden entenderse las palabras del Señor como una promesa fundacional de su Iglesia sobre la persona de Pedro como lo hace la Iglesia romana para justificar su falsa doctrina sobre la supremacìa del Papa como sucesor apostólico y primado de la Iglesia Universal? ¡Claro que no! Si Nuestro Señor hubiese querido presentar a Pedro como el fundamento de la Iglesia entonces hubiera dicho: "Tú eres Pedro y sobre ti edificaré mi Iglesia." Sin embargo, lo dicho por el Señor difiere absolutamente. Esto se aprecia en el texto griego del Evangelio al que es necesario recurrir siempre que surja una duda. La palabra "Petros," aunque significa piedra es reemplazada luego por "petra" que quiere decir roca. Es evidente que en las palabras del Señor que van dirigidas a Pedro existe la promesa de fundar su Iglesia, pero no sobre la persona de Pedro sino sobre la confesión de su fe, es decir, sobre la sublime verdad de que "Cristo es el Hijo de Dios vivo." Así comprendieron este párrafo san Juan Crisòstomo y otros célebres padres de la Iglesia, entendiendo por "piedra" a la confesión de la fe en Jesucristo, el Mesías, el Hijo de Dios. Dicho mas simplemente, esa "piedra" es Nuestro Señor, quien en las Sagradas Escrituras con frecuencia se aplica ese término a sí mismo (Ver Ex. 28:16, Hech. 4:11, Rom. 9:33, I Cor. 10:14).

Es digno de destacar que el mismo apóstol Pedro en su Primera Epístola Universal utiliza el vocablo "piedra," no para referirse a sí mismo, sino para nombrar a Nuestro Señor con la finalidad de que los fieles se acerquen a Jesucristo como a la "piedra viva que los hombres rechazaron, pero que para Dios es preciosa y selecta," y se edifiquen en la casa espiritual. San Pedro enseña a los fieles a recorrer el mismo camino que él transitó siendo "Petros," luego de confesar a Jesucristo como la "Piedra de la fe."

Así el significado de esta maravillosa y profunda frase de Cristo es el siguiente: "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonàs, porque has conocido esto no con instrumentos humanos sino a través de la revelación que te hizo mi Padre celestial. Y ahora yo te digo que no en vano te llamé Pedro, pues aquello que tu confesaste es el fundamento de mi Iglesia que será invencible y ninguna fuerza hostil del infierno prevalecerá contra Ella."

La expresión "puertas del infierno" es caracterìstica del uso oriental de la época. Las puertas de las ciudades eran especialmente fortificadas frente a cualquier invasión; allí ocurrían los grandes acontecimientos comunitarios, allí por ejemplo, se reunían los dirigentes para tomar las decisiones, se castigaba a los criminales, etc.

"Te daré las llaves del Reino de los Cielos, y todo lo que ates en la tierra será atado en el cielo, y todo lo que desates aquì en la tierra será desatado en el cielo." Esta promesa hecha solo en apariencia a Pedro mas tarde se hizo efectiva a todos los apóstoles. Consiste en la prerrogativa que tienen todos los apóstoles y sus sucesores, los obispos de la Iglesia, de asumir la responsabilidad de juzgar a los pecadores y castigarlos, incluso separàndolos de la Iglesia. El poder de desatar significa el poder de perdonar los pecados, y admitir en la Iglesia por medio del Bautismo y el Arrepentimiento.

Todos los apóstoles por igual recibieron esta gracia del Señor luego de su Resurrección (Jn. 20:22-23).

 

 

Folleto Misionero # S43

Copyright © 2003 Holy Trinity Orthodox Mission

466 Foothill Blvd, Box 397, La Canada, Ca 91011

Editor: Obispo Alejandro (Mileant)

 

(El_Papa.doc, 06-02-03).