Temas Teológicos

 

 


Contenido: Las Dimensiones Catafática y Apofática de la Teología de los Padres. La dimensión trascendente de la existencia humana. La constitución del ser humano. La imagen y la semejanza de Dios. Teología y mística en la tradición de la Iglesia de oriente.


  

 

Las Dimensiones

Catafática y Apofática

de la Teología de los Padres

Capítulos 3 y 4 de Pavel Evdokímov, "La connaissance de Dieu selon la Tradition Orientale," X. Mappus, Lyon. Trad. Cast.: "El conocimiento de Dios en la tradición oriental," Paulinas, Madrid, 1969.

Pavel Evdokímov

 

Vuelta hacia Dios, la teología, bajo su aspecto apofático de la negación de toda definición humana, antropomorfa, se presenta como una aproximación a las tinieblas, franja de la inaccesible luz divina. Su axioma dice: "De Dios sólo sabemos que "es" y no "lo que es." "A Dios nadie le vio jamás; un Dios Unigénito nos lo ha dado a conocer"; la única visión posible del "cara a cara" es la del Hijo encarnado, huella misteriosa del Padre. No hay nunca visión de la esencia de Dios, radicalmente trascendente, pero sí la más real participación de las energías divinas increadas. Para san Isaac el Sirio, la aproximación de Dios no suprime de ninguna manera la fe, sino que la hace superior: es visión de lo invisible pero que no deja de ser invisible.

Dios es incomparable en el sentido absoluto, ningún nombre lo expresa adecuadamente. Su "nombre está sobre cualquier otro nombre" (Flp. 2:9) y esto "eternamente" (Efesios 1:21) porque es el Nombre divino -Adonai-, el Nombre que no puede ser pronunciado. Cuando le llamamos Dios o Creador, no designamos a Dios en sí mismo, sino su faz vuelta hacia el mundo, lo que está "alrededor de Dios." La teología catafática, positiva, "simbólica," no se aplica sino a los atributos revelados, a las manifestaciones de Dios en el mundo. Este conocimiento de Dios en sus actos es una traducción de sus revelaciones al mundo conceptual y no es más que una expresión cifrada; porque la realidad de que da testimonio es absolutamente original, irreductible a todo sistema de pensamiento, hasta el punto de que un "Dios lógico" no sería más que un ídolo fabricado. Alrededor del abismo abisal de Dios, del abismo paternal según Orígenes, hay trazado un cerco de silencio.

El método catafático procede por afirmaciones que limitan a Dios como lo hace toda definición, y por eso su enseñanza es insuficiente; hay que completarla por el método apofático. La teología positiva no es desvalorizada, sino precisada en cuanto a su dimensión y a sus límites. Por el contrario, la teología negativa habitúa a la distancia infranqueable y salvadora: "Los conceptos crean ídolos de Dios" dice S. Gregorio de Nisa, "sólo la admiración capta alguna cosa." "Los misterios se revelan más allá de todo conocimiento, aun más allá de la incognoscencia, en las tinieblas más que luminosas del silencio."

Esto no es agnosticismo, porque gracias a esta incognoscencia misma, por una "intuitividad primordial y simple" se conoce más allá de toda inteligencia. La teología negativa es una superación, pero que no se aparta nunca de su base, teología positiva de la revelación. Cuanto más alto se eleva la vertical, más enraizada está en la horizontal. No se trata sólo de la impotencia humana, sino de la profundidad inefable de la esencia divina; Dios es la Persona libre, por consiguiente es misterio por su naturaleza. Las tinieblas deslumbrantes son una manera de expresar la proximidad de lo incomprensible; cuanto más presente está Dios, más próximo está y más escondido

La vía negativa no es una vía negadora; negatividad no es negación. La afirmación triunfa por la negación, único remedio de su propia insuficiencia que obliga a trascenderse, porque "hablar de Dios, dice Orígenes, aun en términos precisos, no es riesgo pequeño... "

La teología negativa tampoco es un simple correctivo y llamada de la prudencia; es una teología autónoma y que posee su propio método y aporta cierto conocimiento. Así los términos "super-bueno" o "super-existente" son negaciones-afirmaciones y contienen cierta descripción de lo inconcebible. Se sitúa en la experiencia generadora de la unidad, como el misterio de la unión eucarística. Cuanto más incognoscible es Dios en la trascendencia de su Ser, tanto más experimentable es en su proximidad inmanente en cuanto Existente.

Al buscar a Dios, el hombre es encontrado por Dios; al perseguir su verdad, esta se apodera del hombre y le transporta a su nivel. "Encontrar a Dios consiste en buscarle sin cesar... ver verdaderamente a Dios es no estar nunca harto de desearle." Es "el eternamente buscado," (san Gregorio de Nisa); no se le encuentra sino buscándole siempre.

La apofasis, en cuanto método, enseña la actitud correcta de todo teólogo: el hombre no especula sino que se cambia. En este estado de cambio continuo, de la deificación progresiva, contempla la Mónada una y trina que "permanece escondida en su misma epifanía" según san Máximo.

La dimensión trascendente

de la existencia humana

San Focio, patriarca de Constantinopla, transmite bien la inspiración de la tradición patrística al advertir que es en su misma estructura donde el hombre aborda "el enigma de la teología." Creado a imagen de Dios, el hombre se convierte en teología viviente, en "lugar teológico" por excelencia.

Los Padres definen el tipo humano partiendo de la imago Dei del Arquetipo divino; con este elemento divino de la naturaleza humana estructuran la esencia del hombre. Así la antropología alcanza el nivel de una teología del hombre. Ésta, en su amplitud, se remonta hasta el estado anterior al pecado original. Aun después de la caída, el estado edénico, el primer destino no pesa menos con toda su carga sobre el destino terrestre y la vocación del hombre. La escatología es una de las dimensiones del tiempo inherente a la historia; permite un conocimiento místico de las primeras y de las últimas cosas y presupone por consiguiente cierta inmanencia del paraíso y del reino de Dios. "El reino de Dios está cerca, está en medio de vosotros," dice el Evangelio. "El paraíso se ha hecho de nuevo accesible al hombre," dice san Gregorio de Nisa. Según el oficio de la Navidad, el ángel con la espada resplandeciente se aleja del árbol de la vida cuyos frutos -la vida eterna- se ofrecen desde entonces en la eucaristía. A la nostalgia innata de la inmortalidad y del paraíso, siempre normativos de la verdadera naturaleza, corresponde la presencia real del Reino. El tiempo litúrgico es ya la eternidad y el espacio sagrado del templo, litúrgicamente orientado, es ya el oriente del reino. La eternidad no es ni anterior ni posterior al tiempo. La "nueva criatura" trasciende la historia hacia el advenimiento de las condiciones del reino, manifestadas ya aquí abajo, en la existencia terrestre de los santos. Un encuentro aun furtivo con un santo es ya una ventana abierta sobre el Reino; por esta abertura el sol nos inunda. "El alma cristiana es la vuelta al paraíso," dicen los Padres, y la historia es "la espera del alma ante las puertas del reino." La parte del hombre, su participación en la obra de su salvación, tendrá siempre su lado antinómico. Por una parte, "si Dios mirara los méritos, nadie entraría en el reino," dice Marcos el Ermitaño; y, por otra parte, según el adagio patrístico: "Dios lo puede todo, menos coaccionar al hombre para que le ame."

La verdad no puede ser sino una llamada, una invitación a su festín, invitación que encierra la virtualidad de una negativa posible. La fe es ese profundo y sagrado que el hombre pronuncia en la fuente de su ser; y entonces "el hombre es justificado por la fe" (Rom. 3:28). Por su amor el hombre se coloca libre y totalmente en el objeto de su fe. Pero desde que abandona las cimas del misterio, la razón lanza la red deformadora de su "luz natural." Ya el prefijo "pre" en la presciencia y predestinación aprisiona la Sabiduría de Dios en las categorías del tiempo y reduce la Encarnación a solo la soteriología, a un medio de salvamento.

Ahora bien, la razón profunda de la Encarnación no viene del hombre, sino de Dios, de su deseo de hacerse hombre y de hacer de su humanidad consubstancial a todos una Teofanía, su morada trinitaria: "Vendremos a él y haremos morada en él" (Jn. 14:23). Según Metodio de Olimpo: "El Verbo bajó para hacerse hombre antes de los siglos." Las grandes síntesis de Máximo el Confesor prolongan la línea indicada por Ireneo y Atanasio: "Dios creó el mundo para hacerse hombre en él y para que el hombre se hiciera en él dios por la gracia y participara de las condiciones de la existencia divina... En su Consejo, Dios decide unirse con el ser humano para deificarlo," lo que no tiene medida común con el perdón y la salvación solamente. Por encima de la curva posible de la caída, Dios esculpió el rostro humano mirando en su Sabiduría a la humanidad eterna de Cristo (Col. 1:15; 1 Cor. 15:47; Jn. 3:11).

A propósito de la Encarnación, el Credo de Nicea confiesa: "por nosotros, los hombres y por nuestra salvación." El padre Sergio Boulgakov precisa: el "por nuestra salvación" designa la redención y el "por nosotros, los hombres," la deificación. Esta, según san Pablo, es "una sabiduría divina, misteriosa, oculta, que Dios predestinó para nuestra gloria antes de los siglos" (1 Cor., 2, 7). La economía de la Gloria está más allá de toda opción angélica o humana, de Lucifer o de Adán.

A la caída responden la expiación y el juicio, a la Encarnación la deificación y el reino. Lo que hace ver en la Iglesia el organismo de la salvación, los medios de santificación, pero también, y ya la salvación misma, la presencia del reino. La recapitulación en Cristo del cielo y de la tierra es universal y no excluye a nadie; sin embargo su término realizado es un misterio trascendente del Padre y no permite prejuzgar: a lo más, una esperanza abierta...

La constitución

del ser humano

Según la Biblia el alma vivifica al cuerpo, lo hace "alma viviente," y el espíritu "pneumatiza" a todo el ser humano. Lo corporal y lo psíquico existen uno en el otro, regido cada uno por sus propias leyes; lo espiritual no es la tercera esfera, sino el principio de cualificación que se expresa a través de lo psíquico y lo carnal y los hace espirituales. Según las palabras de san Agustín, el hombre puede hacerse carnal hasta en su espíritu, o espiritual hasta en su carne. El espíritu es ese punto avanzado que comunica con el más allá y participa de él.

Demasiado amplio en su significación, el espíritu no puede servir de centro hipostático del ser humano. Hay que buscarlo en la noción bíblica del corazón. Según los judíos, se piensa con el corazón, porque integra todas las facultades del espíritu humano. Es el centro radiante, pero que permanece oculto en su misteriosa profundidad.

Mis sentimientos, mis pensamientos, mis actos, mi conciencia me pertenecen, son míos y de ellos tengo conciencia; pero el yo está más allá de lo "mío"; es trascendente a sus propias manifestaciones. Aquí no se trata del yo empírico, cognoscible, sino del yo espiritual que escapa a toda investigación. Esta es la "noción-límite," centro de la totalidad que Jung llama "Selbst," el uno mismo. Sólo la intuición mística lo descubre y sólo el símbolo del corazón lo designa. "¿Quién puede conocer el corazón?," pregunta Jeremías, y responde inmediatamente: "Sólo Dios sondea el corazón." También san Gregorio de Nisa subraya esta misma profundidad misteriosa: "Nuestra naturaleza espiritual existe según la imagen del Creador; se parece a lo que está por encima de ella (a su Arquetipo divino); en la incognoscibilidad de sí mismo, manifiesta el sello de lo inaccesible."

La presencia de Dios se manifiesta en los "espacios o pastos del corazón"; y a este nivel se sitúa la persona. El "personalismo" filosófico jamás alcanza a dar una definición satisfactoria de la persona humana. La única luz viene del dogma trinitario, porque el hombre en su estructura refleja lo divino. Cada Persona divina es una donación subsistente en el Otro y en la "circuminsesión" de los Tres únicos. Hablando estrictamente, sólo en Dios existe la Persona y sólo Dios personaliza toda persona humana, la sitúa en su verdad.

La Hipóstasis o la Persona en Dios está determinada por sus relaciones, pero es también todo lo que en ella rebasa esas relaciones: el Único en sí mismo. Así también la persona humana escapa a toda definición racional y no puede ser captada sino por medio de una aprehensión intuitiva o revelación mística. También por ella el hombre es "el único" en el poder de rebasarse a sí mismo hacia el Infinito que es Dios. La persona se hace trascendiéndose hacia Dios. A este nivel, la persona en cuanto hipóstasis no nos pertenece en propiedad: la recibimos en la comunión con Dios; es la "identidad por la gracia," según la expresión de san Máximo. La Hipóstasis del Verbo es el lugar de la unión de lo divino y de lo humano. La "persona" de todo ser humano se hace "hipóstasis," cuando también y a imagen de Cristo es el lugar de la comunión entre Dios y el hombre, cuando "enhipostasía" la existencia teándrica "divino-humana." "El hombre, decía san Basilio, es una criatura que ha recibido la orden de hacerse dios"; lo que significa hacerse hipóstasis de su ser deificado. Según san Máximo, la persona está llamada "a unir por el amor la naturaleza creada con la naturaleza increada" (las energías deificantes).

"Dios honró al hombre concediéndole la libertad"; por eso "el Espíritu no engendra ninguna voluntad que le resista. No transforma por divinización sino a la que lo quiere," dice san Máximo. La angustia que el espíritu humano puede sentir viene de lo arbitrario siempre posible y que lo acecha; porque puede rehusar la vida, decir no a la existencia. El hombre está suspendido en cada momento entre el ser que tiene la vocación de realizar y la vuelta a la nada de donde ha sido sacado; éste es el riesgo grande y noble de toda existencia y la tensión suprema de la esperanza: "Siendo capaz el poder divino de inventar una esperanza donde ya no hay esperanza y un camino en lo imposible," dice magníficamente san Gregorio de Nisa. Lo imposible es esa tensión entre lo normativo de la imagen de Dios y lo real caído.

El hombre es un proyecto viviente de Dios. Él debe descifrarlo y construir libremente su destino. Así la existencia es la tensión creadora para descubrir y vivir la propia verdad y entonces la verdad se hace vida: "No conozco la verdad sino cuando se hace vida en mí," advertía profundamente Kierkegaard.

"Ya no os llamo siervos... os llamo amigos" (Jn. 15:15). Por encima de la ética de los esclavos y de los mercenarios, el Evangelio propone la "ética de los amigos de Dios." Nuestra libertad y por consiguiente nuestro libre "obrar humano" se convierten en la verdadera libertad cuando se ponen dentro del "obrar de Dios": la verdad es la que hace verdaderamente libres (Jn. 8:32).

La gracia apremia en secreto a toda alma, sin coaccionarla jamás. En respuesta, la fe no es una sumisión ciega, ni simple adhesión, sino fidelidad consciente y total de la persona a la Persona. Estas son las relaciones nupciales; la Biblia se sirve siempre de ellas para describir las relaciones entre Dios y el hombre. Al decir el "fiat," el "sí," me identifico con el ser amado. Dios pide al hombre la realización de la voluntad del Padre, como si ésta fuera la voluntad propia del hombre. Éste es el sentido del "sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto."

Ante Dios, la voluntad humana proclama: "Hágase tu voluntad." Pero podemos decir "sí," porque también podemos decir "que no se haga tu voluntad"; nuestro resuena plenamente, porque resuena libremente, porque podemos decir no. Es preciso, pues, que este sí sea engendrado en lo más profundo de nuestro ser; por eso la que lo pronuncia por todos en el momento de la anunciación es una Virgen, nueva Eva, Madre de los vivientes y fuente vivificante. Dios no da órdenes, sino lanza invitaciones, llamadas: "Escucha, Israel," o "si quieres ser perfecto." Al decreto de un tirano responde una resistencia sorda; a la invitación del Señor del banquete, la aceptación gozosa de "el que tiene oídos... ." En los "vasos de barro" Dios ha depositado su libertad, su imagen. Si es posible el fracaso, si en el acto creador se incluye la hipótesis de la ruina. es que la libertad de los "dioses," su libre amor, constituye la esencia misma de la persona humana.

La palabra latina "persona," lo mismo que el "prosopon" en griego, significa "máscara." Enseña la inexistencia de un orden humano autónomo; porque existir es participar del ser o de la nada. En esta participación el hombre realiza la semejanza, el icono de Dios, o la desemejanza, la mueca demoníaca de un mono de Dios. San Gregorio de Nisa lo dice claramente: "La humanidad se compone de hombres de rostro de ángel y de hombres que llevan la marca de la bestia." Así el hombre puede reavivar la llama de amor o el fuego de la gehenna; puede convertir su en uniones infinitas; puede también con su no romper su ser en separaciones infernales. Según san Juan (1 Jn., 3, 2), en el siglo futuro "seremos semejantes a él," semejantes a Cristo en su comunión perfecta de lo divino y humano. El hombre fue creado a imagen de Dios con vistas a esta comunión. Los postulados del conocimiento de Dios se encuentran, pues, en la estructura misma de su ser.

La imagen y la

semejanza de Dios

Todos los antropologistas, creyentes o incrédulos, están de acuerdo en la definición del hombre: un ser que aspira a superarse, un ser que tiende hacia lo que es más grande que él. Se necesitaría a un san Pablo para descifrar a ese "dios desconocido," para dar el nombre a esa aspiración fundamental cuya fuente es la imago Dei. Esa "imagen," para los Padres de la Iglesia, no es una idea reguladora o instrumental, sino el principio constitutivo del ser humano.

El pecado, según san Juan (1 Jn. 4:6), es la "anomía," el desorden, transgresión del límite normativo, constitutivo del ser humano, confusión profunda de los lechos ontológicos de la naturaleza. La perversión reclama el acto terapéutico, reconstrucción de la estructura normativa. La "catarsis ética," purificación de las pasiones, desemboca en la "catarsis ontológica," curación de la naturaleza. Se trata del restablecimiento de la forma primera, de la restauración de la imagen arquetípica.

San Atanasio recoge la afirmación de san Ireneo y formula la regla de oro de la Tradición: "Dios se hace hombre, para que el hombre se haga dios." Insiste sobre el carácter ontológico de la participación de lo divino por medio de la imagen. La imagen es constitutiva hasta el punto que "creación" significa "participación": el hombre es creado como un ser participante, predestinado en su misma estructura a la iluminación de su "nous" que le confiere la facultad innata de la "teognosia," del conocimiento de Dios. También san Basilio dice: "Como en un microcosmo, en ti verás la impronta de la sabiduría divina." Se ve al entendimiento en su intencionalidad original, orientada hacia Dios: "De la naturaleza misma poseemos el deseo ardiente de lo bello... todo aspira a Dios." San Gregorio Nacianceno, hablando del soplo divino, subraya el carismatismo inicial que irradia la imagen. Así el hombre no sólo está ordenado moralmente a lo divino, sino que es "de la raza divina" como dice san Pablo (Act. 17:29). Según san Gregorio Niseno, "el hombre está emparentado con Dios," es deiforme en su naturaleza, lo que le predestina a la "teosis," a la "deificación," a la comunión más íntima con Dios. Si inteligencia, sabiduría, amor son la imagen de las mismas realidades en Dios, de la imagen de Dios le viene sobre todo el poder de determinarse libremente por sí mismo. La función axiológica de juicio, de apreciación, de discernimiento hace del hombre el señor que reina sobre la naturaleza, verbo cósmico que participa de las condiciones de la vida divina. Entre Dios y el hombre deificado, la diferencia es ésta: "Lo divino es increado, mientras que el hombre existe por creación." Sobre este plano universal, en función de la imagen, el cristianismo se define como "Imitación de la naturaleza de Dios," la multitud de las hipóstasis humanas unidas en la misma naturaleza humana.

El cultivo de la atención espiritual entre los ascetas hace de ella un verdadero arte de ver todo ser humano como "Imagen de Dios." "Un monje perfecto, dice Nilo de Sinaí, estimará después de Dios a todos los hombres como a Dios mismo." La tradición de los grandes maestros de la vida espiritual sorprende por su tonalidad de alegría y por su apreciación maximal del hombre. Terapeutas prácticos, no tienen necesidad de enseñar nada sobre la amplitud de la perversión, sino que su arte de cardiognosis y su penetración en las profundidades del alma hacen ver la "nueva criatura" revestida completamente de la forma divina. Un tropario del oficio de difuntos dice: "Llevo los estigmas de mis iniquidades, pero soy a imagen de tu gloria inefable."

Creada a imagen de Dios, la verdadera naturaleza es buena. Por eso la redención devuelve la naturaleza curada, no a la sobrenaturaleza, sino a su estado inicial, a su verdad "sobrenaturalmente natural."

Al recorrer el campo inmenso del pensamiento patrístico, infinitamente rico y matizado, se tiene la impresión de que éste evita toda sistematización, para salvaguardar toda flexibilidad asombrosa. Sin embargo se pueden sacar de él algunas conclusiones. Ante todo hay que apartar toda concepción substancialista de la imagen. Esta no es depositada en nosotros como una parte de nuestro ser, sino que la totalidad del ser humano es creada, esculpida, modelada "a imagen de Dios." La expresión primera de la imagen consiste en la estructura jerárquica del hombre, con la vida espiritual en el centro. Es el primado ontológico de la vida del espíritu, que condiciona la aspiración fundamental a lo espiritual, al Infinito y al Absoluto. Es el impulso dinámico de todo nuestro ser hacia su Arquetipo divino, aspiración irresistible hacia Dios. Es el eros humano tendido hacia el Eros divino, sed inextinguible, densidad del deseo de Dios, como lo expresa admirablemente san Gregorio Nacianceno: "Vivo, hablo y canto para ti... "

En resumen, cada facultad del espíritu humano refleja la imagen (conocimiento, libertad, amor, creación), y el todo está centrado sobre lo espiritual de lo cual es propio superarse para arrojarse en el océano de lo divino y encontrar allí el aplacamiento de su nostalgia. Todo límite contiene un más allá, su propia trascendencia; por eso el alma no puede descansar sino en el Infinito divino. Es la "epectasis," tensión del icono hacia su Arquetipo. "Por medio de la imagen, dice san Macario, la Verdad lanza al hombre en su persecución." En nuestro deseo de Dios descubrimos ya su presencia, porque "el amor de Dios es siempre operante," dice san Gregorio de Nisa.

La diferencia entre la imagen y la semejanza

Para el genio hebreo, siempre concreto, imagen-tselem posee el sentido más fuerte. La prohibición de las imágenes talladas por parte de la ley se explica por la significación dinámica y realista de la imagen: como el nombre, suscita la presencia del que representa; "Demouth" que se traduce por similitud, semejanza, incita a considerarse como otro. Se la puede comparar con la noción de "schaliach": el "apostolos" de un hombre es como otro él mismo.

La "imagen" es entera, sagrada por excelencia, no puede sufrir ninguna alteración. Pero se la puede reducir al silencio y hacerla ineficaz por la modificación de las condiciones ontológicas. La imagen, fundamento objetivo, no puede manifestarse sino en la semejanza subjetiva; la caída la hizo radicalmente inaccesible a las fuerzas naturales del hombre. Sin estar pervertida, la imagen se ha hecho inoperante. San Gregorio Palamás precisa la tradición: "En nuestro ser a imagen, el hombre es superior a los ángeles; pero es inferior en la semejanza porque es inestable; ... después de la caída, hemos rechazado la semejanza, pero no hemos perdido el ser a imagen." Cristo devuelve al hombre el poder de obrar. Los sacramentos del bautismo y de la unción crismal restauran la "semejanza en el acto," lo que libera inmediatamente a la imagen cuya irradiación se hace perceptible en los santos y en los niños. Gracias a la imagen el hombre conservó siempre la libertad de opción.

Aun en el tiempo de la Antigua Alianza, el deseo del bien subsiste, sin que sin embargo el hombre pueda actualizarlo en su vida. En su teología de la gracia, los Padres distinguen claramente entre el "libre albedrío de la intención" y el "libre albedrío de los actos." Afirman la plena libertad del deseo de ser salvado, la sed de la curación, la capacidad de formular el "fiat." Después de la Encarnación, la gracia actualiza la deiformidad virtual. "Ser creado a imagen de Dios" se convierte en "existir a imagen de Dios." Desde entonces, como dice san Máximo: "tiene dos alas para alcanzar el cielo, la libertad y la gracia." A todo esfuerzo de la voluntad responde la gracia para llevarlo a su término. Dios hace todo en nosotros, la gnosis, la victoria, la sabiduría, la bondad y la virtud, sin que nosotros aportemos absolutamente nada sino la buena disposición de la voluntad"; pero esta buena disposición de la voluntad es un acto absolutamente libre que coloca el obrar humano dentro del obrar divino. La "virtud" es esa disposición que dispara la acción de la gracia y hace los actos sinérgicos. En un sentido, el deseo del hombre es ya operante, porque responde al deseo de Dios y así atrae la venida de la gracia. Este es todo el papel inmenso del "fiat" de la Virgen. La Anunciación es como una pregunta que Dios dirige a la humanidad: ¿tienes sed de la salvación, quieres verdaderamente llevar en tus entrañas y engendrar a tu propio Salvador? Y de parte de todos, la Virgen dice sí. Ese sí es la condición objetiva de la Encarnación; el Verbo no podía forzar a la naturaleza humana; la Virgen se la ofrece libremente de parte de todos.

Para los Padres, un ser no es humano sino cuando está maduro por el Espíritu Santo, cuando es efectivamente "imagen que se parece." Un santo es llamado litúrgicamente "semejante." La imagen constitutiva y normativa, en su función de deiformidad, hace reales las palabras: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto." La cristología enseña que en Cristo "los hijos en el Hijo" son realmente los hijos del Padre "semejantes al Hijo." San Gregorio de Nisa subraya la función de la imagen: "para participar de Dios, es indispensable poseer en el ser algo correspondiente al participado." A "Dios es amor" corresponde el "amo ergo sum" del hombre. Calixto en la "Filocalia" dice: "Lo más grande que sucede entre Dios y el alma humana, es amar y ser amado."

Así, la antropología de los Padres y su noción de la imagen muestran al ser humano deiforme en su estructura misma, destinado a la comunión deificante y capaz de conocer a Dios a la medida de su propia capacidad de recibirle. Como escribe un maestro de la vida espiritual contemporáneo: "Dios se da a los hombres según su sed. A los que no pueden beber más, no da más que una gota. Pero le gustaría dar a raudales, para que a su vez los cristianos pudieran apagar la sed del mundo."

 

Teología y mística en la

tradición de la Iglesia de oriente

Introducción a "Teología mística de la Iglesia de Oriente," Barcelona, Herder, 1982.

Vladimir Lossky

Nos proponemos estudiar aquí algunos aspectos de la espiritualidad oriental en relación con los temas fundamentales de la tradición dogmática ortodoxa. Con la expresión "teología mística" no se designa, pues, aquí sino una espiritualidad que expresa una actitud doctrinal.

En cierto sentido, toda teología es mística, en la medida en que manifiesta el misterio divino, los elementos procedentes de la revelación. Por otra parte se opone a menudo la mística a la teología, como un campo inaccesible al conocimiento, como el misterio inexpresable, un fondo oculto que puede ser vivido más bien que conocido, entregándose a una experiencia específica que sobrepasa nuestras facultades de entendimiento, antes que a una aprehensión cualquiera de nuestros sentidos o de nuestra inteligencia. Si se adoptara sin reserva este ultimo concepto, oponiendo resueltamente la mística a la teología, se llegaría finalmente a la tesis de Bergson, quien distingue, en Deux saurces, la "religión estática" de las iglesias, religión social y conservadora, y la "religión dinámica" de los místicos, religión personal y renovadora. ¿En qué medida tenía razón Bergson al afirmar esta oposición? La cuestión es difícil de resolver, tanto más difícil cuanto que para Bergson los dos términos que él opone en el terreno religioso se fundan en los dos polos de su visión filosófica del universo: la naturaleza y el impulso vital. Pero, con independencia de la actitud bergsoniana, se expresa a menudo la opinión que quiere ver en la mística un campo reservado a unos pocos, una excepción a la regla común, un privilegio concedido a unas cuantas almas que gozan de la experiencia de la verdad, mientras que los demás tienen que contentarse con una sumisión más o menos ciega al dogma que se impone exteriormente como una autoridad coercitiva. Acentuando esta oposición, se va a veces demasiado lejos, sobre todo si se fuerza un tanto la realidad histórica; se llega, así, a poner en conflicto a los místicos y los teólogos, los espirituales y los prelados, los santos y la Iglesia. Basta recordar varios pasajes de Harnack, "La vie de sa¡nt François" de Paul Sabatier, y otras obras, debidas las más de las veces a historiadores protestantes.

La tradición oriental jamás ha distinguido netamente entre mística y teología, entre la experiencia personal de los misterios divinos y el dogma afirmado por la Iglesia. Las palabras que, hace un siglo, dijo un gran teólogo ortodoxo, el metropolitano Filareto de Moscú, expresan perfectamente esta actitud: "Ninguno de los misterios de la más secreta sabiduría de Dios debe parecernos ajeno o totalmente trascendente, sino que, con toda humildad, debemos adaptar nuestro espíritu a la contemplación de las cosas divinas." Dicho de otro modo, al expresar el dogma una verdad revelada que nos aparece como un misterio insondable, debemos vivirlo en un proceso durante el cual, en vez de asimilar el misterio a nuestro modo de entendimiento, será preciso, por el contrario, que cuidemos de un cambio profundo, de una transformación interior de nuestra mente, a fin de hacernos aptos para la experiencia mística. Lejos de oponerse, la teología y la mística se sostienen y se complementan mutuamente. La una es imposible sin la otra: si la experiencia mística es una fructificación personal del contenido de la fe común, la teología es una expresión, para la utilidad de todos, de lo que puede ser experimentado por cada cual. Fuera de la verdad guardada por el conjunto de la Iglesia, la experiencia personal estaría privada de toda certidumbre, de toda objetividad; sería una mezcla de lo verdadero y de lo falso, de la realidad y de la ilusión: el "misticismo" en el sentido peyorativo de la palabra.

Por otra parte, la enseñanza de la Iglesia no tendría ninguna influencia sobre las almas si no expresara en cierto modo una experiencia íntima de la verdad dada, en diferente medida, a cada uno de los fieles. No hay, pues, mística cristiana sin teología, pero sobre todo no hay teología sin mística. No es casualidad que la tradición de la Iglesia de Oriente haya reservado especialmente el nombre de "teólogos" a tres escritores sagrados, el primero de los cuales es san Juan, el más "místico" de los cuatro evangelistas; el segundo, san Gregorio Nacianceno, autor de poemas contemplativos; y el tercero, san Simeón, llamado "el nuevo teólogo," cantor de la unión con Dios. La mística es, pues, considerada aquí como la perfección, la cumbre de toda teología; como una teología por excelencia.

Contrariamente a la gnosis, en la que el conocimiento en sí constituye la meta del gnóstico, la teología cristiana es siempre, en último lugar, un medio, un conjunto de conocimientos que deben servir a un fin que excede a todo conocimiento. Este fin último es la unión con Dios, o deificación, la "Theosis" de los padres griegos. Se llega así a una conclusión que puede parecer harto paradójica: la teoría cristiana tendrá un sentido eminentemente práctico, y ello con tanto mayor motivo cuanto que es más mística y apunta más directamente al supremo fin de la unión con Dios.

Todo el desarrollo de las luchas dogmáticas sostenidas por la Iglesia en el transcurso de los siglos, si se enfoca desde el punto de vista puramente espiritual, nos aparece dominado por la preocupación constante que la Iglesia ha tenido de salvar, en cada momento de su historia, la posibilidad de que los cristianos alcancen la plenitud de la unión mística. En efecto, la Iglesia lucha contra los gnósticos para defender la idea misma de la deificación como fin universal: "Dios se hizo hombre para que los hombres puedan volverse dioses." Afirma, contra los arrianos, el dogma de la Trinidad consubstancial, porque es el Verbo, el Logos, quien nos abre el camino hacia la unión con la divinidad, y si el Verbo encarnado no tiene la misma substancia con el Padre, si no es el verdadero Dios, nuestra deificación es imposible.

La Iglesia condena el nestorianismo, para abatir la barrera con la cual, en el propio Cristo, se ha querido separar al hombre de Dios. Se alza contra el apolinarismo y el monofisismo, para mostrar que, al haber asumido el Verbo la plenitud de la verdadera naturaleza humana, nuestra naturaleza entera debe entrar en unión con Dios. Combate a los monotelitas porque fuera de la unión de las dos voluntades, divina y humana, no se podría alcanzar la deificación: "Dios creó al hombre por su sola voluntad, pero no puede salvarlo sin el concurso de la voluntad humana." La Iglesia triunfa en la lucha por las imágenes, al afirmar la posibilidad de expresar las realidades divinas en la materia, símbolo y garantía de nuestra santificación. En las cuestiones que se plantean sucesivamente sobre el Espíritu Santo, sobre la gracia, sobre la propia Iglesia -cuestión dogmática de la época en que vivimos-, la preocupación central, el envite de la lucha es siempre la posibilidad, el modo o los medios de la unión con Dios. Toda la historia del dogma cristiano se desarrolla alrededor del mismo núcleo místico, defendido con armas diferentes contra adversarios múltiples en el transcurso de las épocas sucesivas.

Las doctrinas teológicas elaboradas en el transcurso de esas luchas pueden tratarse en su más directa relación con el fin vital que debían ayudar a alcanzar: la unión con Dios. Se presentarán entonces como bases de la espiritualidad cristiana. Así lo entendemos cuando queremos hablar de "teología mística." No se trata de la mística propiamente dicha: experiencias personales de los diferentes maestros de vida espiritual. Por otra parte, estas experiencias nos resultan, las más de las veces, inaccesibles, incluso cuando encuentran una expresión verbal. ¿Qué se puede decir, en efecto, acerca de la experiencia mística de san Pablo?: "Conozco a un hombre en Cristo que fue, hace catorce años, arrebatado hasta el tercer cielo (si fue en su cuerpo, no lo sé, si fuera de su cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe). Y sé que este hombre (si fue en su cuerpo o sin su cuerpo no lo sé, Dios lo sabe) fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que no le es concedido a un hombre expresar (2 Cor. 12:2-4)." Para arriesgarse a emitir un juicio cualquiera respecto a la naturaleza de esta experiencia, habría que saber más de ella que san Pablo, que reconoce su ignorancia ("no lo sé, Dios lo sabe"). Dejamos a un lado deliberadamente toda cuestión de psicología mística. No son tampoco las doctrinas teológicas como tales lo que tenemos intención de exponer aquí, sino tan sólo los elementos de teología indispensables para comprender una espiritualidad; dogmas que constituyen la base de una mística. Ésta es la primera definición y limitación de nuestro tema, que es la teología mística de la Iglesia de Oriente.

La segunda determinación de nuestro tema se circunscribe, por decirlo así, en el espacio: el campo de nuestros estudios sobre la teología mística será el Oriente cristiano o, más precisamente, la Iglesia ortodoxa de Oriente. Hay que reconocer que esta limitación es un tanto artificial. En efecto, al no datar la ruptura entre el Oriente y el Occidente cristianos más que de mediados del siglo XI, todo lo anterior a esa fecha constituye un tesoro común, inseparable de ambas partes desunidas. La Iglesia ortodoxa no sería lo que es si no tuviera a san Cipriano, san Agustín o san Gregorio Magno; como la Iglesia católica romana no podría prescindir de san Atanasio, de san Basilio o de san Cirilo de Alejandría.

Por consiguiente, cuando se quiere hablar de teología mística de Oriente o de Occidente, se coloca en el cauce de una de las dos tradiciones que, hasta cierto momento, siguen siendo dos tradiciones locales de la Iglesia una, que dan testimonio de una sola verdad cristiana, pero que se separan a continuación y dan lugar a dos actitudes dogmáticas diferentes, inconciliables en varios puntos. ¿Se puede juzgar ambas tradiciones colocándose en un terreno neutral, tan ajeno a una como a otra? Sería juzgar el cristianismo como no cristiano, es decir, resistirse por anticipado a entender cualquier cosa del objeto que se tiene intención de estudiar. Porque la objetividad no consiste de ningún modo en colocarse fuera del objeto, sino, por el contrario, en considerar el objeto en sí mismo y por si mismo. Hay terrenos en donde lo que comúnmente se llama "objetividad" no es más que indiferencia y en donde indiferencia significa incomprensión.

En el estado actual de oposición dogmática entre Oriente y Occidente es preciso, pues, si se quiere estudiar la teología mística de la Iglesia de Oriente, elegir entre dos actitudes posibles: colocarse en el terreno dogmático occidental y examinar la tradición oriental a través de la de Occidente, es decir, criticándola; o bien presentar dicha tradición bajo el aspecto dogmático de la Iglesia de Oriente. Esta última actitud es para nosotros la única posible.

Se nos objetará, quizá, que la disensión dogmática entre Oriente y Occidente no fue más que accidental, que no desempeñó un papel decisivo, que se trataba más bien de dos mundos históricos diferentes que tarde o temprano debían separarse para seguir cada uno su propio camino; que la disputa dogmática no fue más que un pretexto para romper definitivamente la unidad eclesiástica, la cual, de hecho, hacía mucho tiempo que no existía ya. Tales afirmaciones, que se dejan oír muy frecuentemente tanto en Oriente como en Occidente, son debidas a una mentalidad puramente laica, a la costumbre general de tratar la historia de la Iglesia según los métodos que prescinden de la naturaleza religiosa de la Iglesia. Para un "historiador de la Iglesia," el factor religioso desaparece, encontrándose reemplazado por otros, como el juego de los intereses políticos y sociales; o el papel de las condiciones étnicas o culturales, consideradas como fuerzas determinantes en la vida de la Iglesia. Se cree más listo, más al día, invocando estos factores como las verdaderas razones dirigentes de la historia eclesiástica.

Un historiador cristiano, aunque reconoce la importancia de estas condiciones, apenas puede resignarse a considerarlas diferentemente que exteriores al ser mismo de la Iglesia; no puede renunciar a ver en la Iglesia un cuerpo autónomo, sometido a una ley distinta de la del determinismo de este mundo. Si se considera la cuestión dogmática sobre la procesión del Espíritu Santo, que dividió a Oriente y Occidente, no se la puede tratar como un fenómeno fortuito en la historia de la Iglesia, considerada como tal. Desde el punto de vista religioso, es el único motivo que cuenta en la concatenación de los hechos que condujeron a la separación. Aunque condicionada, quizá, por varios factores, esta determinación dogmática fue, para unos como para otros, un compromiso espiritual, una toma de partido consciente en materia de fe.

Si frecuentemente se está inclinado a quitarle importancia al hecho dogmático que determinó todo el desarrollo ulterior de ambas tradiciones, es debido a una cierta insensibilidad con respecto al dogma, considerado como algo exterior y abstracto. La espiritualidad es lo que cuenta, dicen; la diferencia dogmática nada cambia. Sin embargo, espiritualidad y dogma, mística y teología, están inseparablemente ligados en la vida de la Iglesia. Por lo que se refiere a la Iglesia de Oriente, como hemos dicho, no establece una distinción bien nítida entre la teología y la mística, entre el terreno de la fe común y el de la experiencia personal. De ahí que, si queremos hablar de la teología mística de la tradición oriental, no podremos tratar dicho tema de otro modo que dentro de los límites dogmáticos de la Iglesia ortodoxa.

Antes de abordar nuestro tema, es necesario que digamos unas cuantas palabras sobre la Iglesia ortodoxa, poco conocida hasta hoy en Occidente. El libro del padre Congar, "Chrétiens désunis," notabilísimo en muchos aspectos, en las páginas consagradas a la ortodoxia, pese a todas sus preocupaciones por la objetividad, no deja de estar sometido a ciertas opiniones preconcebidas respecto a la Iglesia ortodoxa. "Donde Occidente -dice-, sobre la base, a la vez desarrollada y limitada, de la ideología agustiniana, reivindicará para la Iglesia la autonomía de una vida y de una organización propias y fijará en ese sentido las líneas maestras de una eclesiología muy positiva, Oriente admitirá prácticamente, e incluso a veces teóricamente, para la realidad social y humana de la Iglesia, un principio de unidad político, no religioso; parcial, no verdaderamente universal." Para el padre Congar, como para la mayor parte de los autores católicos o protestantes que se han expresado al respecto, la Ortodoxia se presenta bajo el aspecto de una federación de iglesias nacionales, que tienen como base un principio político: la Iglesia de un Estado.

Hay que ignorar tanto los fundamentos canónicos como la historia de la Iglesia de Oriente para arriesgarse a semejantes generalizaciones. La opinión que quiere fundar la unidad de una iglesia local en un principio político, étnico o cultural está reputada por la Iglesia ortodoxa como herejía especialmente designada por el nombre de filetismo. Es el territorio eclesiástico, la tierra consagrada por la tradición más o menos antigua del cristianismo, lo que constituye la base de una provincia metropolitana, administrada por un arzobispo o metropolitano, con obispos para cada diócesis, que se reúnen en sínodo de cuando en cuando. Si bien las provincias metropolitanas se congregan en grupos y forman iglesias locales bajo la jurisdicción de un obispo que lleva a menudo el título de patriarca, es la propia comunidad de tradición local y de destino histórico, así como la comodidad para convocar un concilio de varias provincias, lo que dirige la formación de esos grandes círculos jurisdiccionales, cuyo territorio no corresponde necesariamente a los limites políticos de un Estado.

El Patriarca de Constantinopla goza de cierta primacía de honor, haciéndose a veces árbitro en las diferencias, sin ejercer una jurisdicción sobre el conjunto de la Iglesia ecuménica. Las iglesias locales de Oriente tenían más o menos la misma actitud con respecto al patriarcado apostólico de Roma, primera sede de la Iglesia antes de la separación, símbolo de su unidad. La ortodoxia no admite un jefe visible de la Iglesia. La unidad de ésta se expresa mediante la comunión de los jefes de las iglesias locales, por el acuerdo de todas las iglesias respecto a un concilio local y que adquiere, por eso mismo, un valor universal; por último, en casos excepcionales, puede manifestarse por un concilio general. La catolicidad de la Iglesia, lejos de ser privilegio de una sede o centro determinado, se realiza más bien en la riqueza y multiplicidad de las tradiciones locales, que dan testimonio unánime de una sola verdad: lo que es guardado siempre, en todo lugar y por todos. Siendo católica la Iglesia en todas sus partes, cada uno de sus miembros -no solamente el clero, sino también cada laico- es llamado a confesar y defender la verdad de la tradición, oponiéndose aun a los obispos si caen en la herejía. Un cristiano que haya recibido el don del Espíritu Santo en el sacramento del santo crisma no puede ser inconsciente en su fe; para la Iglesia es siempre responsable. De ahí el carácter agitado y a veces turbado de la vida eclesiástica en Bizancio, en Rusia y en otros países del mundo ortodoxo.

Pero ése es el precio de una vitalidad religiosa, de una intensidad de vida espiritual que penetra al pueblo de los creyentes, unido por la conciencia de formar un solo cuerpo con la jerarquía de la Iglesia. De ahí también esa fuerza invencible que permite a la Ortodoxia atravesar todas las adversidades, todos los cataclismos y trastornos adaptándose siempre a la nueva realidad histórica, mostrándose más fuerte que las condiciones exteriores. Las persecuciones contra la fe en Rusia, cuya furia metódica no ha podido destruir a la Iglesia, son el mejor testimonio de esa fuerza que no es de este mundo.

La Iglesia ortodoxa, aunque es llamada comúnmente la Iglesia de Oriente, no deja de considerarse sin embargo como la Iglesia ecuménica. Y esto es verdad en el sentido de que no está limitada por un tipo de cultura determinada, por la herencia de una civilización, helenística u otra, por formas culturales estrictamente orientales. Por otra parte, "oriental" quiere decir demasiadas cosas a la vez: El Oriente es menos homogéneo, desde el punto de vista cultural, que Occidente. ¿Qué hay de común entre el helenismo y la cultura rusa, a pesar de los orígenes bizantinos del cristianismo en Rusia? La Ortodoxia ha sido la levadura de demasiadas culturas diferentes, para ser considerada como una forma cultural del cristianismo oriental: estas formas son diversas, la fe es una. A las culturas nacionales no ha opuesto jamás una cultura que se repute de específicamente ortodoxa. Por eso la obra de la misión pudo desarrollarse tan prodigiosamente : la cristianización de Rusia en los siglos X y XI y, más tarde, la predicación del Evangelio a través de toda el Asia. Hacia el fin del siglo XVIII la misión ortodoxa llegó a las islas Aleutianas y Alaska, pasó a continuación a América del Norte, creando nuevas diócesis de la Iglesia rusa fuera de Rusia, propagándose en la China y en el Japón. Las variedades antropológicas y culturales, desde Grecia basta las extremidades del Asia, desde Egipto hasta el océano Glacial, no destruyen el carácter homogéneo de esta familia de espiritualidad, muy diferente de la del Occidente cristiano.

La vida espiritual en la Ortodoxia conoce una gran riqueza de formas, de entre las cuales el monacato permanece la más clásica. Sin embargo, contrariamente al monacato occidental, el de Oriente no comprende una multiplicidad de diferentes órdenes. Esto se explica por el concepto mismo de la vida monástica, cuyo fin no puede ser sino la unión con Dios en el renunciamiento total a la vida de este siglo. Si el clero secular (sacerdotes y diáconos casados) o las cofradías de laicos pueden ocuparse de obras sociales o dedicarse a otras actividades exteriores, ocurre de otro modo con los monjes. Toman el hábito ante todo para consagrarse a la oración, la obra interior, en un claustro o un eremitorio. Entre un monasterio de vida común y la soledad del anacoreta que continúa las tradiciones de los padres del desierto, hay varios tipos intermedios de instituciones monásticas. Se podría decir, en general, que el monacato oriental es exclusivamente contemplativo, si la distinción entre las dos vías, contemplativa y activa, tuviese el mismo sentido en Oriente que en Occidente.

En realidad, ambas vías son inseparables para los espirituales orientales: la una no puede ejercerse sin la otra, puesto que la maestría ascética, la escuela de la oración interior, reciben el nombre de actividad espiritual. Si bien los monjes ejercen a veces trabajos físicos, es sobre todo con un fin ascético, para mejor conseguir romper la naturaleza rebelde; también para evitar la ociosidad, enemiga de la vida espiritual. Para alcanzar la unión con Dios, en la medida en que ésta es realizable aquí abajo, es preciso un esfuerzo continuo o, más precisamente, velar incesantemente por que la integridad del hombre interior, "la unión del corazón y el espíritu" (para emplear la expresión ascética ortodoxa) resista todos los embates del enemigo, todos los movimientos no razonados de la naturaleza caída. La naturaleza humana debe cambiar, debe ser transfigurada cada vez más por la gracia, en el camino de la santificación que tiene un alcance no solamente espiritual sino también corporal y, de este modo, cósmico. La obra espiritual de un cenobita o de un anacoreta que vive retirado del mundo, aun cuando quede inadvertida para todos, conserva todo su valor para el universo entero. Por eso las instituciones monásticas han gozado siempre de una gran veneración en todos los países del mundo ortodoxo.

El papel de los grandes focos de espiritualidad fue muy considerable no solamente en la vida eclesiástica, sino también en el terreno cultural y político. Los monasterios del monte Sinaí; de Studion, cerca de Constantinopla; la "república monástica" del monte Athos, que reunía a los religiosos de todas las naciones (incluidos monjes latinos antes de la separación); otros grandes centros fuera del Imperio como el monasterio de Tirnovo en Bulgaria y las grandes abadías (lavra) de Rusia -Pechen, en Kiev, Santísima Trinidad, cerca de Moscú- fueron ciudadelas de la Ortodoxia, escuelas de vida espiritual cuya influencia religiosa y moral fue de primerísimo orden en la formación cristiana de los pueblos nuevos. Pero si el ideal del monacato tenía tan grande influencia en las almas, no era, sin embargo, la única forma de vida espiritual que la Iglesia proponía a los fieles. La vía de la unión con Dios puede seguirse fuera de los claustros, en todas las condiciones de la vida humana. Las formas exteriores pueden cambiar, los monasterios pueden desaparecer, como han desaparecido hoy en Rusia, pero la vida espiritual continúa con la misma intensidad encontrando nuevos modos de expresión.

La hagiografía oriental, sumamente rica, muestra junto a los santos monjes varios ejemplos de perfección espiritual adquirida en el mundo por simples laicos, por personas casadas. Conoce también vías de santificación extrañas e insólitas, como la de los "locos en Cristo" que cometían actos extravagantes para ocultar sus dones espirituales a la otra gente, bajo la apariencia horrenda de la locura, o mejor dicho para liberarse de los lazos de este mundo en su expresión más íntima y más molesta para el espíritu, la de nuestro "yo" social. La unión con Dios se manifiesta algunas veces por los dones carismáticos, como por ejemplo el de la dirección espiritual ejercida por los startzy o "ancianos." La mayor parte de las veces son monjes que han pasado muchos años de su vida en oración, cerrados a todo contacto con el mundo y que, al final de su vida, abren ampliamente las puertas de su celda a todos. Poseen el don de penetrar en las profundidades insondables de las conciencias; revelar los pecados y dificultades interiores que, las más de las veces, nos son todavía desconocidos; enderezar las almas abrumadas; dirigir a los hombres no solamente en su vía espiritual, sino también en todas las peripecias de su vida en el siglo.

La experiencia individual de los grandes místicos de la Iglesia ortodoxa nos sigue siendo desconocida las más de las veces. Salvo algunas raras excepciones, la literatura espiritual del Oriente cristiano apenas posee relatos autobiográficos en lo que toca a la vida interior, como los de santa Angela de Foligno, Enrique Suso, o como "La historia de un alma" de santa Teresa de Lisieux. La vida de la unión mística es casi siempre un secreto de Dios y del alma, que no se confía al exterior si no es al confesor o a algunos discípulos. Lo que se hace público son los frutos de la unión: la sabiduría, el conocimiento de los misterios divinos que se expresa en una enseñanza teológica o moral, en consejos que deben edificar a los hermanos. En cuanto al lado íntimo y personal de la experiencia mística, permanece oculto de la vista de todos. Hay que reconocer que el individualismo místico aparece en la literatura occidental bastante tarde, hacia el siglo XIII. San Bernardo no habla directamente de su experiencia personal sino muy raramente, una sola vez en los "Sermones sobre el Cantar de los Cantares," y aún así con una especie de pudor, a ejemplo de san Pablo. Hizo falta que se produjera una cierta escisión entre la experiencia personal y la fe común, entre la vía indirecta y la vía de la Iglesia para que la espiritualidad y el dogma, la mística y la teología se hicieran dos terrenos distintos, para que las almas, al no encontrar ya alimento suficiente en las sumas teológicas, se pusieran a buscar con avidez los relatos de las experiencias místicas individuales, a fin de introducirse de nuevo en una atmósfera de espiritualidad. El individualismo místico permaneció ajeno a la espiritualidad de la Iglesia de Oriente.

El padre Congar tiene razón cuando dice: "Nos hemos vuelto hombres diferentes. Tenemos el mismo Dios, pero somos ante él hombres diferentes y no podemos convenir en la naturaleza de la relación entre nosotros y Él." Pero para juzgar bien esta diferencia espiritual habría que examinarla en sus más perfectas expresiones, en los tipos diferentes de los santos de Occidente y de Oriente después de la separación. Podríamos entonces darnos cuenta del estrecho vínculo que existe siempre entre el dogma confesado por la Iglesia y los frutos espirituales que produce, porque la experiencia interior de un cristiano se lleva a cabo en el círculo trazado por la enseñanza de la Iglesia, encuadrado en el dogma que modela su persona. Si ya una doctrina política profesada por los miembros de un partido puede formar las mentalidades, hasta producir tipos de hombres que se distinguen de los demás por ciertos signos morales y psíquicos, con mayor razón el dogma religioso logra transformar la mente misma de los que lo confiesan: son hombres diferentes de los demás, de los que han sido formados por otro concepto dogmático.

Nunca se comprendería una espiritualidad si no se tuviera en cuenta el dogma que está en su base. Hay que aceptar las cosas tal como son y no tratar de explicar la diferencia entre las espiritualidades de Occidente y Oriente por causas de orden étnico o cultural, cuando una causa mayor, una causa dogmática, está en juego. Tampoco hay que decirse que la cuestión de la procesión del Espíritu Santo o de la naturaleza de la gracia carecen de gran importancia en el conjunto de la doctrina cristiana, que sigue siendo más o menos idéntica en los católicos romanos y los ortodoxos. En los dogmas tan fundamentales, este "más o menos" es lo importante, porque presta un acento diferente a toda la doctrina, la presenta bajo otra apariencia, es decir, da lugar a otra espiritualidad.

No queremos hacer "teología comparada" ni, menos aún, resucitar las polémicas confesionales. Nos limitamos aquí a hacer constar el hecho de una diferencia dogmática entre el Oriente y el Occidente cristianos, antes de examinar algunos elementos de teología que están en la base de la espiritualidad oriental. Corresponderá a nuestros lectores juzgar en qué medida estos aspectos teológicos de la mística ortodoxa pueden ser útiles para la comprensión de una espiritualidad ajena a la cristiandad occidental. Si permaneciendo fieles a nuestras actitudes dogmáticas pudiésemos llegar a conocernos mutuamente y de especial manera en lo que nos hace diferentes-, sería con certeza una vía hacia la unión, más segura que aquella que hiciese poco caso de las diferencias. Porque, por citar la frase de Karl Barth, "la unión de las iglesias no se hace, sino que se descubre."

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Editor: Bishop Alexander (Mileant)

 

(temas_teologicos.doc, 04-10-99)